Los ignotos y lejanos lugares que han poblado mi memoria, aquéllos de los que guardo nombres e imágenes elucubradas, me han sido dados a través de metáforas. Así apareció Japón ante mí, reflejado en las antiguas pinturas en tinta y en las “pinturas del mundo flotante” (Ukiyo-e) del arte del grabado japonés, que habré hallado en alguna de las enciclopedias que repetidas veces hojeé durante mi infancia. Hay algo en ellas que nos permite solazarnos: un ritmo interno, una actitud vital y espiritual, acaso porque, con la glorificación de la naturaleza, parecen atrapar el tiempo en la sensación de lo efímero y lo duradero. Con el suceder de los años, otras trazas japonesas se han adherido a mi memoria, quizá mucho menos afortunadas. No obstante, esas primeras impresiones han aparecido en la lectura que de alguna obra de la literatura nipona he realizado. De algún modo, Yasunari Kawabata, nacido en Osaka el 11 de junio de 1899, también llegó a mí a través de las estampas japonesas, y así se me presenta su obra: una evocación de la atmósfera de lo japonés.
Kawabata vivió el desarrollo de las nuevas relaciones culturales que, después de más de doscientos años de ensimismamiento, Japón estaba ya consolidando con el resto del mundo, ante todo con la cultura occidental. A pesar de la fuerte influencia que la literatura europea causó en él, las obras de Yasunari Kawabata están impregnadas de la añoranza por el antiguo Japón, que además de haber perdido la guerra, padecía inminentemente la posibilidad de derrotarse a sí mismo; una derrota que se alcanzaba a vislumbrar en el notorio desfase entre el avance industrial y las tradiciones japonesas esenciales. En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en 19681 Kawabata se hace de los poemas de dos monjes budistas para ilustrar el fundamento de su escritura autógrafa, explica que los ha elegido porque expresan calidez y comunicación. Eihei Dogen (Tokio, 1200-1253), así como la profunda serenidad del espíritu japonés, Myoe (Fujiwara, 1173-1232) son encarnaciones de la acción reciproca entre el hombre y la naturaleza:
La emoción ante lo bello despierta fuertes anhelos de amistad y compañerismo, de modo que la expresión “ser querido” puede ser tomada como equivalente a “ser humano”. La nieve, la luna, las flores de cerezo, palabras que representan la belleza de cada una de las estaciones que se suceden una tras otra, abarcan en la tradición japonesa toda la belleza de las montañas y los ríos y las hierbas y los árboles, todas las múltiples manifestaciones tanto de la naturaleza como de los sentimientos humanos.2
Las obras de Kawabata parecen buscar la experiencia de sumisión a las fuerzas o espíritus de la naturaleza, pues ésta siempre parece darnos motivos para sentirnos sobrecogidos. La creencia animista del antiguo Japón amalgamada con el budismo zen es el trasfondo. En la meditación, nos dice Kawabata, el discípulo zen “va borrando su yo hasta alcanzar la nada”3; un orden donde todo se confunde con todo, todo se intercomunica sin tiempo ni espacio, mediante la intuición y la sensación inmediatas: “La iluminación no proviene de la enseñanza, sino de la visión interior. La verdad está en ‘la escritura no escrita’, está ‘fuera de las palabras’”. Ahí aparece el silencio; algo queda sin dibujar, algo falta por decir, pero todo está dicho en el silencio, en una comunicación tácita que supera al sujeto y al objeto, al tú y al yo: el hombre no sólo adquiere una actitud contemplativa frente a la naturaleza, es la naturaleza misma. Es éste el lugar común de los sentimientos humanos; una comprensión mutua sin palabras o signos gráficos a través del silencio. Sobre ello nos habla Kawabata en su cuento “Sin palabras”4:
Me pareció que una vez más había hablado demasiado. ¿Estaría empujando al combate a un soldado profundamente herido? ¿Estaría violentando el límite sagrado del silencio? No se trataba de que Akifusa, queriendo escribir, no pudiera hacerlo —podría escribir letras o caracteres si quisiera. Él parecía más bien vivir sin palabras a causa de un dolor y una culpa muy profundos. ¿A mí mismo no me había enseñado la experiencia que ninguna palabra puede decir tanto como el silencio?
Con el silencio viene también el secreto, otro matiz en la literatura de Kawabata. Todo personaje parece acallar un secreto: una ilusión no consumada, un íntimo espacio que se goza y se atormenta en el recuerdo. Los personajes de Kawabata arremeten en constantes diálogos consigo mismos, donde la naturaleza y sus sentimientos se les revelan como una verdad: la angustia y el dolor, la felicidad y el erotismo. Mediante el silencio y lo oculto, ahondando y andando sobre los detalles, Kawabata adquiere un impecable grado de sutileza que desemboca en una profunda sensualidad: el placer de percibir la realidad en la sensación, sobre todo en las figuras y hábitos sumamente femeninos:
No conocía su nombre siquiera. En esa incertidumbre, sólo el dedo índice de su mano izquierda parecía conservar el tibio recuerdo de aquella mujer y acortar la distancia que los separaba. Invadido por la extrañeza, Shimamura se llevó la mano a los labios y luego trazó una línea distraída en el vidrio empañado. Un ojo femenino irrumpió en el cristal. Shimamura se estremeció. Creyó que había estado soñando hasta que comprendió que era sólo el reflejo en la ventanilla de la muchacha sentada al otro lado del pasillo.5
Como Shimamura, muchos otros personajes se desarrollan en el viaje. El viaje se realiza en el espacio físico, con la ventanilla del tren enmarcando las diferentes vistas de Japón, no obstante, a éste se superpone la reminiscencia, el viaje a través del tiempo, de uno mismo, en el anhelo de hacer perdurable lo efímero que no radica sino en la memoria: “Los recuerdos son algo por lo que deberíamos estar agradecidos… No importa en qué situación se meta el ser humano, los recuerdos del pasado son sin duda un don de los dioses”6. Junto al recuerdo aparecen también los sueños, como símbolos de lo fragmentada que nos parece nuestra propia vida en una visión retrospectiva, como si, habiendo despertado de un sueño, finalmente, la vida fuera también la narración de algo que recordamos y reconstruimos, a veces con esfuerzo. Ese sentimiento se revela en Shingo, un anciano que, con “el sonido de la montaña”, la falta de memoria y los incansables y extraños sueños, siente el inminente anuncio de la muerte, el ocaso de un largo día: “Shingo sentía que una vida iba desapareciendo”7. En Historias en la palma de una mano, los sueños parecen ser los relatos cortos que conforman la obra, trasluciendo el carácter onírico y hasta surrealista de la creación de Kawabata.
Yasunari Kawabata habla de cosas que se rompen, de cosas que se han roto siempre y que lo seguirán haciendo, es decir, de la fragilidad humana; por ello tiende a la unidad. Lo bello y lo triste no sólo es el título de uno de sus libros sino también son los signos de su literatura; se notan en los nevados paisajes japoneses, en el milano que sobrevuela una casa, en el cerezo que florece y deshoja en el jardín, en una geisha tocando el shamisen, en las campanas anunciando el año nuevo. Cada escenario bosquejado armoniza, ambienta y realza los sentimientos humanos. Imágenes y palabras comunes y simples se encadenan en el discurso de Yasunari Kawabata para evocar el espíritu japonés en los diferentes caminos de su cultura: el del té y el de las flores, e incluso el de la guerra. Los temas siempre son pasionales: la relación del hombre consigo mismo y con los otros, la experiencia de las cosas buenas y malas que lo han conmocionado, la complicidad y el rechazo, la paz y la guerra, la felicidad y la pesadumbre. Ahí donde aparece la armonía del hombre y la naturaleza también se presentan la decadencia y la desgracia humana, que se reivindican con el esfuerzo propio:
El día de la independencia de Japón se aproxima, pero el camino por delante es oscuro[…]. Hemos vivido mucho y ya no tenemos el vigor necesario para conducir y seguir el camino que consideramos correcto. ¿Hemos de vivir melancólicamente ‘Los años de la provocación’, y hacer perder su sentido a los años que hemos vivido hasta ahora?8
La nostalgia siempre estuvo trabajando en la imaginación de Kawabata; hurgaba en la soledad de sus personajes para desvestir y mostrar el resto de lo que somos, para poder retornar a lo esencial. ¿Acaso aquello que queda del hombre, o en lo que perdura, no es, precisamente, la naturaleza?
Ryunosuke Akutagawa reveló a Kawabata la “Visón de los últimos momentos”, ensayo que dedicó al escritor y amigo suyo, quien —como él mismo y Yukio Mishima— optó por el suicidio el 24 de julio de 1927 para dar fin a una vida “de nervios mórbidos, diáfanos y fríos como el hielo”9, donde, paradójicamente, la naturaleza le aparecía más bella que nunca: “la naturaleza es bella porque viene a mis ojos en los últimos momentos”10, había expresado Akutagawa. En ese entonces, Kawabata había desaprobado el suicidio, sin embargo, comprendía que para un discípulo zen la muerte debía tener un significado muy diferente: “De aquéllos que reflexionan, ¿quién no habrá pensado alguna vez en el suicidio?”, había escuchado de Akutagawa. Kawabata fue también de estos hombres: “Mientras uno está vivo no hay razón para ponerse a pensar en la tumba que tendrá cuando muera. Pero cuando empiezan a multiplicarse las tumbas de los amigos y conocidos, hay momentos en que la idea nos pasa por la cabeza”11, escribió en uno de sus cuentos más celebrados, y quizá más autobiográficos. La prontitud con que la ausencia habitó su vida, la premura y frecuencia con que la muerte le hizo conocer la soledad y la tristeza, debieron sublimar la sensibilidad con la que experimentó la vida: sus padres, su hermana y sus abuelos lo acompañaron sólo durante los primeros quince años de su vida. A pesar de ello, Kawabata supo expresar el placer de pensar en la muerte, precisamente porque se está vivo, y de hallar en ello la claridad e intimidad de una profunda reflexión. Así hallamos la importancia de una vida “inútil” que se conmueve con los pequeños y simples placeres trayendo el encanto de lo irreal. La atmosfera recurrente en las obras de Kawabata es la del otoño y la del invierno, de modo que incluso en el caer de una hoja hay melancolía, pero también un goce sencillo que armoniza con la naturaleza.
Kamakura fue la ciudad que Yasunari Kawabata eligió para pasar su vida; es un fuerte natural, rodeado por montañas y abierto a la bahía de Sagami. El sonido de la montaña, Mil grullas y “El crisantemo en la roca” transcurren en Kamakura. En este último podemos leer lo siguiente: “Mientras se abran flores en este mundo y se levanten rocas, yo no necesito construirme una tumba. Mi sepulcro será la naturaleza toda, todo el cielo y la tierra, y la leyenda de la mujer de mi pueblo natal”12. Ahí murió Kawabata. De los finales de sus historias muchos me parecen desgarradores, lo que precede a las últimas líneas es el silencio. Kawabata no dejó notas suicidas.