Latinoamérica
03 de noviembre del 2016

Hace tiempo que circula en el imaginario ecuatoriano la idea de que el Ecuador es un país de poetas, acaso como una forma de justificar que la poesía ha tenido mejor suerte que la narrativa para trascender fronteras. El año en que fui director de Artes Literarias y Narrativas en el Ministerio de Cultura y Patrimonio, durante la convocatoria literaria de los llamados Fondos Concursables 2013 —en la que participaron obras inéditas de poesía, novela y cuento— el porcentaje de trabajos inscritos me remitió de inmediato a esta leyenda urbana: un sesenta por ciento correspondieron a poemarios, un treintaicinco a novelas y un cinco por ciento a volúmenes de cuentos. Más allá de la obviedad numérica y de la ausencia de factores de medición que no ofrecen una estadística auténtica, completa y fiable, me hice algunas preguntas. ¿Se podría afirmar que Ecuador también es un “país de cuentistas”? ¿Qué está ocurriendo con el cuento? ¿Se está escribiendo y publicando? Y los que se publican, ¿cuentan con la debida visibilidad? Hoy, además, agregaría: ¿lo están escribiendo mis contemporáneos? Por ahora, parafraseando al Principito, diré que lo esencial es invisible a las estadísticas.

La académica y ensayista Alicia Ortega, en el estudio introductorio del tomo dedicado al cuento dentro de la Antología Esencial Ecuador Siglo XX (2004), sitúa la historia moderna del cuento ecuatoriano entre 1920 y 1930, con la aparición de dos libros fundacionales: Un hombre muerto a puntapiés, de Pablo Palacio1 (1927) y Los que se van: cuentos del cholo i del montuvio, una colección de 1930, con relatos de Enrique Gil Gilbert, Demetrio Aguilera Malta y Joaquín Gallegos Lara, todos ellos (junto a Alfredo Pareja Diezcanseco) integrantes del llamado grupo de Guayaquil. Un suceso histórico acaecido en esa ciudad (la matanza de los obreros, el 15 de noviembre de 1922) y la militancia en el Partido Comunista por parte de estos escritores, fueron las causas fundacionales del realismo social ecuatoriano de los años 30.

Como explica la catedrática Cecilia Ansaldo en su antología Cuento contigo (1993), los autores del cuento realista parten de una “básica actitud de denuncia”; sus personajes son predominantemente campesinos; se destaca tanto su habla como su cosmovisión, según su procedencia geográfica, ya sea la Costa o la Sierra. A los autores mencionados se sumaron Ángel Felicísimo Rojas y Jorge Icaza, este último más conocido por su novela Huasipungo (1934). Otros autores que publicaron “después de la homogénea producción del Realismo, no pudieron —o no quisieron— desvincularse de este edificio literario de tan sólidos cimientos”. Aquí Ansaldo menciona a Eugenia Viteri, Walter Bellolio y Rafael Díaz Ycaza.

El caso de Pablo Palacio merece mención aparte, empezando por la histórica polémica que tuvo con Gallegos Lara. En un artículo de prensa de 1933, Gallegos Lara acusa al autor lojano de “eludir la realidad” y, en palabras de Ortega, lo considera un “portador de un senti-do clownesco y desorientado de la vida, propio de las clases medias, e incapaz de interpretar la realidad americana”. Una cosmovisión como esta puede darnos a entender por qué una narrativa que no busca bucear en esa “realidad” sino en “los intersticios de la razón, allí donde estalla el absurdo, el instinto, lo onírico, el placer, la risa, el mundo de las emociones y la dinámica transgresora de la fantasía” —como la palaciana—, fue desestimada y menospreciada por aquel hombre que, pese a haber padecido un defecto congénito en las piernas que le impedía caminar, se erigía como el pope de la narrativa realista y oficialista en el Ecuador de los años 30. Esa regla no escrita que dictaba el deber ser de un narrador ecuatoriano: sentirse obligado al retrato de su país con una finalidad reivindicativa, como una especie de carga muy pesada, es lo que el autor Leonardo Valencia acuñó como “El síndrome de Falcón” —convertido luego en un notable ensayo con título homónimo—, aludiendo no sin cierta ironía a la figura de Juan Falcón, el hombre que cargaba literalmente sobre su espalda a Gallegos Lara.

Hoy, lejos de esas discusiones, conocemos a Pablo Palacio como el más grande vanguardista del Ecuador. Sin embargo, Palacio no estuvo solo, ya que también lo acompañó otro contemporáneo suyo, Humberto Salvador, autor del libro de cuentos Ajedrez (1929) y la novela En la ciudad he perdido una novela (1930), quien, sobre todo en su primera etapa, estuvo influenciado por las teorías sicoanalíticas de Freud y el desarrollo de la técnica cinematográfica. Ortega señala a Macedonio Fernández, Roberto Artl, Oliverio Girondo, Felisberto Hernández, Vicente Huidobro, Salvador Novo, Julio Garmendia y César Vallejo, como autores fundacionales de la narrativa vanguardista hispanoamericana y, por tanto, hermanados de alguna u otra forma con Palacio y Salvador. Cercanos cronológicamente con los realistas del 30, hubo también otros nombres destacados como Nela Martínez, Adalberto Ortiz —más conocido por su novela Juyungo (1942)—, Pedro Jorge Vera y Alejandro Carrión.

En la época de los 60 empezaron a publicar narradores como Miguel Donoso Pareja, Alsino Ramírez Estrada, Lupe Rumazo y Carlos Béjar Portilla. Donoso Pareja, fallecido en este año, no sólo aportó al cuento, al ensayo, la novela y la poesía, sino que se convirtió en baluarte de los talleres literarios en el Ecuador desde inicios de los 80, luego de su exilio de dieciocho años en México, donde tomó a cargo el taller que dirigía Augusto Monterroso y desarrolló una serie de talleres en varios estados mexicanos. Autores como Juan Villoro le han profesado públicamente su admiración. Entre sus libros de cuentos más destacados están Krelko (1962) y Todo lo que inventamos es cierto (1990). El académico Antonio Sacoto destaca que tanto Donoso como Béjar Portilla ahondaron en la vena sicológica de Pablo Palacio “con una característica clara, a viva voz: la ruptura con la literatura social que, desde luego, ya era distante”. Béjar Portilla, con sus cuentarios Simón el mago (1969), Osa mayor (1970) y Samballah (1971), desarrolló un estilo que los críticos calificaron de ciencia ficción, aunque estuvo más cerca de la fantasía o la metafísica, sin descuidar su preocupación por el entorno social y las relaciones humanas. No dudo en considerarlo uno de los escritores vivos más importantes del país, lo más cercano a un Ray Bradbury que ha visto el Ecuador y que lamentablemente no ha gozado dentro de casa aún del reconocimiento que se merece, más allá de unos cuantos estudios críticos dedicados a su obra. En 1983 quedó finalista del premio de novela Seix Barral con su novela Tribu sí. Una deuda similar, o incluso mayor, tiene el país con Ramírez y Rumazo, esta última, una de las mujeres con la narrativa más experimental en el Ecuador del siglo XX. Luego de décadas de residir en Caracas, es poco lo que se sabe de ella. Personalmente me resultó casi imposible conseguir obras suyas en Ecuador. Por fruto del azar, hallé en una librería de viejo de Quito la única edición de la novela Carta larga sin final (Edime, Madrid, 1978).

A finales de los años 50 destaca un cuentario de César Dávila Andrade, uno de los poetas más relevantes del siglo XX en Ecuador. La obra es Trece relatos (1956), que a decir de Donoso Pareja, constituye un punto de enlace entre la narrativa de Palacio “y los actuales y más avanzados cuentistas y novelistas ecuatorianos”.

La conformación del grupo Tzántico y sobre todo la publicación de sus revistas Pucuna (1962-69) y La bufanda del sol (1965-69), dieron a conocer a escritores como Iván Egüez, Raúl Pérez Torres y Abdón Ubidia, cuya obra —la más interesante— se seguiría publicando en los años posteriores. Por mi parte, fueron algunos de los primeros autores ecuatorianos vivos que leí por cuenta propia, fuera de las obras exigidas dentro del pénsum colegial, concentradas sobre todo en los años 30 —impresiona que en mi época, y aún ahora, el término “literatura ecuatoriana” sea asociado por los alumnos colegiales con una suerte de obligado y tortuoso ritual de profanación de tumbas de las momias de los años 30 o anteriores. Destaco de Egüez su libro de cuentos El triple salto (1981), en el que asistimos a un submundo de supervivientes y trashumantes, como lo describe Ansaldo. De Pérez Torres, sus cuentarios Ana, la pelota humana (1978), En la noche y en la niebla (1980, Premio Casa de las Américas 1979). Y de Ubidia, Divertinventos: libro de fantasías y utopías (1989) y su continuación, El palacio de los espejos (1996), ambos en una línea fantástica cortazariana que nos remite a la época de Historias de cronopios y de famas.

A estos nombres podría sumar muchos otros relevantes, como el de Vladimiro Rivas Iturralde — también destacado académico y antologador de cuentos, radicado en México—; grandes outsiders como Juan Andrade Heymann y Guido Jalil; cuentistas como Aminta Buenaño, Marco Antonio Rodríguez, Carlos Carrión, Eliécer Cárdenas, Raúl Serrano, Modesto Ponce Maldonado, Galo Galarza y Jorge Dávila Vázquez; Jorge Velasco Mckenzie y su notable, marginal y sórdido cuentario Desde una oscura vigilia (1992); Francisco Proaño Arandi, Iván Oñate y sus inolvidables Oposición a la magia (1986) y El hacha enterrada (1986), resaltando en este último el relato “La superstición de Furio”; autoras como Gilda Holst, Carolina Andrade, Martha Chávez, Liliana Miraglia, Yanna Hadatty Mora, María Eugenia Paz y Miño, Martha Rodríguez y Elsy Santillán Flor, quienes han integrado numerosas antologías y, en muchos casos, se han dedicado también a la crítica literaria desde la academia; Leonardo Valencia, cuyo cuentario La luna nómada (1995) se caracteriza por ser un cuerpo único y a la vez progresivo, debido a que nuevos relatos van nutriendo el libro con cada reedición; cuentistas como Ernesto Torres Terán (Territorio de fantasmas, 1992), Hans Behr Martínez (Errantes embusteros, 2013) —outsiders que debido a sus premios literarios han obtenido ahora el reconocimiento que en los 90 o a inicios del milenio les fue esquivo—; Juan Carlos Cucalón (Premio Nacional de cuento Luis Félix López 2009 y IX Bienal de cuento Pablo Palacio), con su cuentario Surcos obtusos (2011), es un gran exponente de la narrativa homoerótica; Alfredo Noriega y sus cuentos desperdigados en antologías, que siguen la temática de sus novelas negras, por las que sin duda es más conocido; Adolfo Macías Huerta, con cuentarios como El examinador (Premio Joaquín Gallegos Lara 2005) y, sobre todo, Cabeza de turco (2011); la residente en Nueva York y prácticamente desconocida en Ecuador, Elssie Cano, con su libro La otra orilla y otros relatos (2000); Huilo Ruales Hualca, narrador, poeta y cronista, autor de Cuentos para niños perversos (2004) y de ese libro de microcuentos ingenioso y mordaz llamado Esmog: 100 grageas para morir de pie (2006), uno de los más sobresalientes libros de microcuentos publicados en el Ecuador, si no el mejor; Sonia Manzano, poeta y narradora, autora del cuentario Flujo escarlata (1999), que aborda la soledad, y de su reciente Trata de viejas (2015), que vuelve a sorprender, esta vez con su gran carga de humor negro y picardía; Gabriela Alemán, narradora y cronista, seleccionada junto a Leonardo Valencia como parte del Bogotá 39 del Hay Festival, y cuyo último cuentario, La muerte silba un blues (2014), obtuvo el último Premio Joaquín Gallegos Lara; otro gran nombre, Raúl Vallejo, cuyos mejores relatos están repartidos en Manía de contar, antología personal 1976-1988 (1991) y Pubis equinoccial (Premio Joaquín Gallegos Lara 2013),además de destacado antologador; asimismo el de Javier Vásconez, acaso uno de los narradores más conocidos fuera del Ecuador, de quien resalto los libros Ciudad lejana (1982), del que proviene uno de sus clásicos cuentos, “Angelote, amor mío”, e Invitados de honor (2004), por donde desfilan homenajes a autores como Faulkner, Conrad y Nabokov dentro de una ambientación andina. En este último, se destaca “Thecla Teresina”. Otro outsider y no sólo eso, sino uno de los outsiders más grandes, es Santiago Páez, cuyo cuentario Profundo en la galaxia (1994) marcó un referente innegable para la ciencia ficción en Ecuador, país tan poco amigable para el Sci-Fi, tanto en la creación como en la publicación. En una senda similar están otros autores como Fernando Naranjo y su volumen de relatos La era del asombro, del mismo año que el libro de Páez.

La lista se extiende si nos referimos a los cuentistas que son mis contemporáneos, en especial los nacidos a partir de 1975. La mayoría de ellos publicaron en la segunda mitad de la década del 2000. Afirma Renata Egüez en el prólogo de su antología Tiros de gracia, neoficción ecuatoriana (2012): “Su escritura no se confina a hacer gala de guiños literarios, aunque los haya y de diversas fuentes, pero tampoco se empeña en reproducir los vanos gestos de soberbia y parricidio”. Sin un padre ecuatoriano del Boom al que cometer parricidio, podríamos decir que son más bien nietos de Borges y Palacio, o sobrinos cómplices de Bolaño, Aira, Vila-Matas, Fogwill y acaso de Bellatin y Levrero, a quienes por ser los excéntricos de la familia acaso les prodigan una atención especial.

Autores como Solange Rodríguez Pappe, Juan Fernando Andrade, Jorge Luis Cáceres, Esteban Mayorga y José Hidalgo Pallares han publicado más de un libro de cuentos, y probablemente sea Rodríguez Pappe quien tenga más obra cuentística y microcuentística en su haber —ha sido una de las más disciplinadas investigadoras en esta área. Destaco de estos autores, respectivamente, las obras Balas perdidas (2012), Dibujos animados (2006), Aquellos extraños días en los que brillo (2011), Musculosamente (2012) e Historias cercanas (Premio Aurelio Espinosa Pólit 2005). Hay otros que, ya sea con un solo libro de cuentos o con presencia en varias antologías, han empezado a labrar un camino —algunos de ellos, también con la publicación de una novela. Tal es el caso de Eduardo Adams, Yanko Molina, Edwin Alcarás, Augusto Rodríguez — con una trayectoria mucho más amplia como poeta, aunque su obra Adrenalina y fuego obtuvo el Premio Joaquín Gallegos Lara 2011—, Andrés Cárdenas (Fuerzas ficticias, Premio Pichincha de cuento 2012), Diana Varas Rodríguez, Sandra Araya, Marcela Noriega, Bolívar Lucio, Silvia Stornaiolo, Juan Carlos Moya, Elías Urdánigo, Diana Zavala, María Fernanda Ampuero —destacada cronista en España—, Juan Pablo Castro Rodas —reciente Premio Nacional de Literatura Luis Félix López 2015, con Crueles cuentos para niños viejos— y Eduardo Varas Carvajal —además de narrador, periodista y conocido blogger literario. Dirijo una atención especial hacia autores como Salvador Izquierdo —heterónimo de Jorge Izquierdo, con cuyo nombre de pila publicó su primer cuentario—, Marcela Ribadeneira, Luis Alberto Bravo —junto a Eduardo Varas, dos de los tres ecuatorianos seleccionados como parte de “Los 25 secretos mejor guardados de América Latina” por parte de la FIL Guadalajara 2011— y María Auxiliadora Balladares, cuyas óperas primas —respectivamente— Autogol (2008), Matrioskas(2014), Cuentos para hacer dormir a una niña punk (2011) y Las vergüenzas (2014) han logrado con sus personajes y voces narrativas distinguirse especialmente dentro de este último grupo de autores mencionados.

Con toda esta cantidad de obras citadas, sería natural que un lector latinoamericano se preguntara cómo tener acceso a ellas. Y lo cierto es que no resulta fácil: dentro del país existen graves problemas de distribución de las publicaciones —esto ocurre también con novelas, poemarios y ensayos— y en ello pecan tanto editoriales públicas como privadas. Si bien ha habido intentos de poner a la venta algunas de estas obras en diversas ferias internacionales de libros, lo óptimo sería que hubiera ediciones en diversos países y también que se promocionaran más las versiones en e-book. Entra aquí la discusión de la necesidad o no de agentes literarios para los autores ecuatorianos: de los que conozco, apenas dos cuentan con el suyo.

Las revistas digitales especializadas en literatura también han sido de gran ayuda para la difusión del cuento escrito por ecuatorianos, en especial las mexicanas. Hasta donde tengo conocimiento, hay relatos en Hermano Cerdo, Punto en Línea (UNAM) y Círculo de Poesía.

Por otro lado, las antologías internacionales siempre serán de gran ayuda para paliar de alguna forma esta gran carencia de difusión del cuento —la poesía se valió mucho antes de esto y ha logrado diseminarse con mayor éxito. Vale destacar, por ejemplo, el trabajo de compilación y estudio que realizó el reconocido crítico y académico peruano Julio Ortega, quien en Ecuador cuenta (Del Centro, Madrid, 2014) incluyó a buena parte de los cuentistas aquí mencionados y es, quizá, uno de los mayores esfuerzos recientes por dar a conocer fuera los relatos escritos por ecuatorianos, como lo fueron en su momento otras publicaciones como Contemporary Ecuadorian short stories (edición bilingüe a cargo de Vladimiro Rivas Iturralde; Paradiso, Quito, 2002), Cuento: Perú-Ecuador 1998-2008 (selección de Carlos Yushimito y Gabriela Falconí; [sic] libros y Embajada de Ecuador en Perú, Lima, 2008) y Antología de Cuento. Literatura de Ecuador (selección de Javier Vásconez y Mercedes Mafla; Alfaguara, Madrid, 2009).

¿Es Ecuador un país para cuentistas? Esperemos a que luego de que terminen de pelear Gallegos Lara y Palacio —como dos figuritas de stop-motion a lo Celebrity Deathmatch—, éste lo destroce y ambos se relajen y se tomen unas cervezas, empiecen a contar, una por una, todas las antologías latinoamericanas de cuento de los últimos cincuenta años en las que el país de la línea imaginaria ha sido incluido.

  1. 1) Loja, 1906-Guayaquil, 1947. También fue autor de las novelas cortas Débora (1927) y Vida del ahorcado (1932).

Frases
Miguel Antonio Chávez
  • Escritores invitados

Guayaquil, 1979. Es autor de los libros de relatos Círculo vicioso para principiantes (2005) y La kriptonita del Sinaí y otras piezas breves (2013), y de las novelas La maniobra de Heimlich (2010) y Conejo ciego en Surinam (2013). Compiló GPS: antología de cuentistas ecuatorianos 1975-1984 (2013). Fue finalista del Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2007.

Fotografía de Miguel Antonio Chávez

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