Japón
22 de enero del 2017

Hay quienes, con una mirada, pueden captar un paisaje entero o una guerra en pleno apogeo; hay otros, no menos afortunados, que pueden ver una rosa florecer o una espada incrustarse en el corazón de un guerrero. Los primeros son los filósofos o los críticos; los segundos, los poetas. En el acto de mirar con pasión todo lo que acontece radica buena parte de la belleza del mundo.

Hay épocas en las que se vivió sin filosofía y ciencia, pero no sin poesía, religión y política. En sus nombres —a decir de estas dos últimas disciplinas— se hicieron cambios que ocasionalmente fueron atroces; aunque después se convirtieron en iluminación para el hombre. ¿Acaso la civilización avanza como un ciego que desconoce el camino y que en su andar se tropieza y se da de golpes con el fin de llegar a su destino? No percibiríamos la luz sin la compañía de la oscuridad. “Sólo una flor caída es una flor total, dijo un japonés. Cabría decir lo mismo de una civilización”, escribió Cioran en Desgarradura.

Las costumbres constituyen la sangre de una cultura. En la actualidad, también la ciencia, el arte y la religión son parte fundamental de la vida activa de la modernidad. Aunque algunos conceptos de la antigüedad hoy se han tergiversado, otros, más entusiastas, viven en una placentera tolerancia. Y cada vez que una cultura se abre al cambio, lo hace con temor. Quizá por eso es difícil notar los cambios que el tiempo va modificando en la forma de vivir y de pensar de los individuos; es como querer ver los trazos del cosmos por las manos de Dios. Pero la osadía y el empeño conducen al hombre a explicar las cosas, incluso las que no tienen explicación. Y un estudio aproximativo, entre elogioso y crítico, como el que se presenta aquí, merece atención.

Stephen Hawking, el físico, dijo que “uno no puede discutir con un teorema matemático”. Y quizá, de una manera un tanto risible, nuestros sentimientos nos conducen ahí donde podemos aportar nuestras opiniones y confusiones de tal manera que sean parte de una reflexión estética. El sólo hecho de no poder estar en la mente ajena nos limita para comprender la convergencia de lo que llamamos mundo o realidad.

Japón no sólo es famoso por su tradición milenaria, por sus emperadores, sus guerreros samuráis, su amor a la naturaleza, su extraña comida y la hora del té, su contemplación, su silencio en el teatro Noh, su religión, su amor a la sangre y al suicidio por honor, su eficacia en el trabajo, sus vestidos, sus fiestas, sino también por la gran rapidez con la que se insertó en la modernidad. Lo que se oculta en el Japón moderno es un tema que el espectador ha de ir develando poco a poco. Resulta paradójico pensar en la quietud y el silencio de su mundo y, a la vez, en la actividad y movimiento veloz de sus ciudades. Por otro lado, encontramos un régimen militar riguroso y su sensibilidad por la meditación y el budismo, su hermosa caligrafía que sólo algunos privilegiados saben leer y su bombardeo constante de imágenes.

El lector se encontrará con la sorpresa de que Yukio Mishima no aparece en este número de Avispero. Esto se debe a que varios colaboradores querían escribir sobre él, y debido a esto, el consejo editorial tomó la decisión de no publicar alguno para no ofender a los demás. Belleza, éxtasis y muerte, la tríada que lo acompañó en su vida de alguna manera también nos acompaña. Todo creador japonés tiene algo de Mishima.

Hay muchos detalles que no se dejan atrapar. En este número dedicado a Japón, tanto los colaboradores como el ilustrador han tenido un acercamiento con el “país del sol”, y hacen de eso una grata conversación con el lector.

Editores Avispero

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