Argentina
06 de febrero del 2017

Antonio Di Benedetto nació en 1922 en Mendoza, Argentina; y murió en 1986 en Buenos Aires. Comenzó estudiando leyes pero prefirió el periodismo como vocación, llegando a ocupar el cargo de subdirector del diario Los Andes y el de corresponsal en el periódico La Prensa. Su ascendencia procede de una aventurera familia italiana que emigró a América en busca de fortuna. Su padre estudió la carrera militar y era enólogo. Su abuelo paterno era vitivinicultor y tenía una bodega en Mendoza.

Mucho se puede hablar acerca de Di Benedetto, pero para dibujar su imagen de manera exacta, basta con leer los tres renglones en los que él mismo resume su propia persona: “Soy argentino, pero no he nacido en Buenos Aires. Nací el día de los muertos del año 22. Música para mí la de Bach y la de Beethoven. Y el cante de jondo. Bailar no sé. Beber si sé. Auto no tengo. Prefiero la noche. Prefiero el silencio”. Así, en un pequeño fragmento, Di Benedetto bosqueja al hombre que fue, quizá por ese afán constante que tenía de economizar las pala-bras, quizá por esa suerte de menosprecio que sentía hacia el hombre, incluyendo a su propia persona: “Yo pienso mal del hombre [.] No es que yo pienso mal de mi semejante, de mi vecino. Sencillamente pienso que yo -como carne, como ente pensante y actuante- no tengo las virtudes que debería tener”. Tal vez su intención es la de colocarse a sí mismo en el plano de la fantasía, en el plano de la “otra vida” que ensayaba en la ficción de sus textos.

En Di Benedetto existen tres elementos fundamentales que marcan su vida y también de manera inevitable el camino que habría de seguir como escritor. La muerte de su padre que, a la edad de diez años le deja como herencia su biblioteca y el vacío inescrutable que ahonda en su propia vida tras la pérdida del ser querido. La madre, que con dotes naturales para la narrativa oral, cuenta a su pequeño hijo los pormenores de las tragedias y los dramas de la familia al momento de la migración. El acercamiento temprano a la bien nutrida biblioteca paterna y a los maestros de la narrativa, teniendo como mayores influen-cias a Pirandello, Dostoievski, Günter Grass, Albert Camus, y escritores latinoamericanos tales como Ernesto Sabato, Jorge Luis Borges, Horacio Quiroga, Gabriel García Márquez, entre otros.

La muerte del padre abre la puerta a las obsesiones (el silencio, la culpa, la espera) que a lo largo de su vida manifestará en sus textos. Esa necesidad de plasmar por escrito la atmósfera enrarecida por la muerte, incomprensible para un niño, se materializó en su primer libro, El Conventillo. La madre con sus constantes narraciones despierta en él la preocupación por el estilo y la estética de las palabras; la certeza de que una historia es, más que su contenido, la forma en la que es contada. Por último, los libros lo dotan de aquello que el escritor sólo puede adquirir de los maestros intangibles, inaccesibles casi siempre, si no es en tinta y en papel: influencia.

El género al que más acude Di Benedetto es el cuento. La fantasía, el ambiente ideal donde se recrea. Esta tendencia no es gratuita. Para él la literatura fantástica es: “.la fuga de la realidad. A mí la realidad siempre me maltrata, me ha dado una vida bastante dura, atormentada. No se puede convocar a la irrealidad para que gobierne nuestra vida cotidiana, pero sí se puede buscarla como consuelo mediante los sueños. Y la otra forma de alcanzar la irrealidad es mediante la literatura fantástica [...] Para poder emprender esta fuga, la casualidad lo provee de un guía impecable: “gracias a Borges me introduje en la literatura fantástica, en su esqueleto y su significación” (Mathias Néspolo).

Estas ansias constantes de escapar de la realidad no son producto de una insoportable cobardía. Di Benedetto es consciente de la irrealidad a la que escapa. No escapa para huir. Escapa para poder exorcizar los demonios internos, para entregarse a la autocontemplación y a la crítica mordaz de cuanto lo rodea. Hay quienes ven en su obra una influencia kafkiana. Di Benedetto va más allá de la réplica de la desolación de Kafka. Es el creador de un mundo completamente nuevo e inexplorado que descansa sobre las bases firmes de un estilo propio, de un lenguaje certero con palabras meticulosamente escogidas una a una (ninguna palabra sobra, ninguna falta). Presenta una forma de concebir al hombre y sus fantasmas de manera distinta, a través personajes tremendamente crudos e inmersos en ambientes en donde no se entiende la diferencia entre lo posible y lo irreal.

Este es uno de los rasgos más característicos de la narrativa dibenettiana: la inserción casi imperceptible de elementos fantásticos en ambientes hiperrealistas en la existencia de personajes que, al igual que el lector, caminan indefensos hacia los planos inverosímiles a donde los conduce el autor con cada frase, con cada palabra.

Di Benedetto es sin lugar a dudas uno de los escritores más originales que tiene Latinoamérica en este siglo. Juan José Saer opina de él como “uno de los pocos [autores] que tiene un estilo propio, y que ha inventado cada uno de los elementos estructurantes de su narrativa”. Sin embargo, su nombre quedó opacado en la memoria de los lectores, a la sombra de escritores como Cortázar, Borges, Bioy Casares, etc... Esto produjo quizá el sino fatalista que siempre lo acompañó. No obstante, su libro Zama es considerado una novela “perfecta”; una de las novelas más grandes que se han escrito en Argentina: Un hombre ha brindado grandes servicios a la corona española reprimiendo indígenas en las colonias de América y ampliando así los territorios del rey. En recompensa se le otorga a dicho hombre un cargo importante en las colonias de Paraguay con la promesa de que en un corto lapso de tiempo será trasladado nuevamente a Europa donde ha dejado casa, esposa e hijos. Es en este escenario en donde se desenvuelve la lenta agonía de Diego de Zama. Un hombre que se encuentra encarcelado en la prisión sin barrotes que es la eterna espera. A lo largo de la novela, el autor analiza desde los ojos de su personaje, la terrible desolación de estar en el lugar en el que no desea estar, esperando paciente, ilusionado, una carta que nunca llega. Atormentado por las tentaciones más comunes, más cotidianas y por lo tanto más peligrosas, Diego de Zama comienza un descenso lento pero constante hacia la desesperación, sin poder hacer otra cosa que ser un testigo pasivo de la degradación de su propio ser. Son sus ilusiones, sus esperanzas, su deseo y su aspiración a la virtud lo que ejercen el peso que va hundiendo a Zama cada vez más en la miseria. Diego de Zama no es un héroe ni un villano, es el hombre que podría ser cualquier otro hombre, es el hombre que podría ser el lector. Esta desconcertante identificación somete al lector y lo coloca en el mismo plano de desolación que al personaje, obligándolo a reflexionar sobre su propia ilusión, su propia virtud, su propia existencia; lo convierte en prisionero de esa espera que no termina.

Es evidente la tendencia de Di Benedetto a los lugares sombríos y desolados. No en el sentido en que lo hace Poe, por ejemplo, pero sí con la misma efectividad. La tragedia marca su vida desde siempre y parece ensañarse con él conforme pasan los años.

El 24 de Marzo de 1976 es arrestado por la dictadura militar. Durante dieciocho meses fue sometido a constantes torturas y fue víctima de cuatro simulacros de fusilamiento. Esos meses de horror lo marcaron profundamente: “[.] había perdido la fe que uno puede depositar en un poder sobrenatural, en un Dios que gobierna para el Bien y no para el Mal. Es que vi una crueldad y una maldad infinitas. Y perdí, entonces, la fe en mis semejantes”, (entrevista con Halperín). Tras su liberación en septiembre de 1977, Di Benedetto decide exiliarse en Estados Unidos, Francia y España. El impacto de la tra-gedia vivida se amplifica por la incertidumbre de no saber por qué lo habían encarcelado: “Creo nunca estaré seguro que fui encarcelado por algo que publiqué. Mi sufrimiento hubiese sido menor si alguna vez me hubieran dicho qué exactamente; pero no lo supe. Esta incertidumbre es la más horrorosa de las torturas”. Durante su periodo de exilio escribe tres obras; Absurdos (1978), Cuentos del exilio (1983) y Sombras nada más (1985). El primero lo logra de incognito, a través de la correspondencia sostenida con su amiga, la escultora Adelma Petroni. Según relata en una entrevista: “Me mandaba cartas donde me decía: ‘Anoche tuve un sueño muy lindo, voy a contártelo’. Y transcribía el texto del cuento con letra microscópica (había que leerla con lupa). Después esos cuentos se editaron bajo el título de Absurdos”.

Es en este libro donde aparece el cuento más célebre del autor, “Aballay”. Aballay es un gaucho de poncho y de a caballo que lleva en su conciencia el peso de la muerte de un hombre y la mirada penetrante del hijo que presenció el asesinato. Aballay escucha una tarde el sermón de un cura que habla sobre la penitencia a la que se sometían los anacoretas y los estilitas. Estos últimos, para acercarse a Dios, procuran separarse de la tierra trepando en altas columnas, en antiguos templos en ruinas. Aballay decide entregarse a la penitencia, a separarse de la tierra, pero sustituye las columnas por su caballo. No baja del caballo ni para comer, ni para dormir. En las noches lo atormenta la imagen recurrente de la mirada penetrante del niño al que hizo huérfano.

“Aballay” es la historia de un hombre que busca congraciarse consigo mismo y con la divinidad. Un hombre atormentado por su pasado, lleno de demonios y de culpa. Este carácter trágico y autoflagelante es quizá la marca indeleble que la vida dejó en Di Benedetto, convirtiéndolo en un buscador de consuelo, en un penitente infatigable de las letras. Su obra es el intento constante por la reconciliación con el mundo, con la vida. El silencio es la trinchera desde la cual crea este mundo alterno a la realidad que es su obra: “Mi apetencia de silencio está definida en mi libro El silenciero. Se refiere a la necesidad de excluir de la existencia de algunas personas todos los ruidos parásitos, los ruidos mecánicos, los ruidos innecesarios que mortifican la cabeza del hombre y perturban la línea de su pensamiento y de su acción. Ése era el silencio que apetecía en cierta etapa de mi vida para poder trabajar tranquilo”. Di Benedetto aporta a las letras otro acercamiento a la literatura fantástica: por medio de una narrativa bien pensada, meticulosamente articulada, que busca cadencia y ritmo, uniendo de manera excepcional forma y fondo en cada relato.

Tal vez la misma ironía que la vida siempre ensayó con él sea la que lo ha mantenido tras las sombras de un injusto olvido. No obstante, leer a Di Benedetto es experimentar otra literatura y conseguir un genuino resguardo, un firme punto de apoyo para entender y afrontar nuestra calcinante realidad.

Frases
Mario Rodríguez Félix

(Los Mochis, Sinaloa, 1989). Estudia Economía de la UABJC

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