I. La pesadilla
Apenas podía mirar el reflejo de mi cara en el espejo, lo veía una y otra vez, pero parecía alguien más. Me confundía lo que observaba; no obstante el dolor quemaba e invadía cada fibra de mis entrañas. Cobraba sentido al recordarlo: ese ruido intermitente detrás de mí, que conforme se aproximó se convirtió en un ruido voraz, en una voz desgarrante. Articuló palabras que causaron la activación de mi amígdala cerebral y ésta desencadenó una respuesta física ante la aversión. Mi voz gritó en un tono imperativo “¡No, por favor, basta!”; la adrenalina se liberó a grandes cantidades, fungiendo más como anestesia que como un estímulo ante el temor para que así no fuera sensible al dolor físico que me propició esa silueta negra con cada impacto. Se asemejaba a una bestia, no por su fuerza desproporcionada con la que me lanzó golpes, si no por su falta de comprensión ante las palabras que le pronuncié.
Cada vez que lo recuerdo, algo dentro de mí se rompe otra vez; mi alma se desborda y horroriza. Es un recordatorio constante que me trepana lentamente la cabeza por el incesante peligro que significa ser mujer en México.
II. La pesadilla hecha experiencia
Para mí, este hecho ejemplificó las palabras que escribió Guillermo Fadanelli en “Feminismo y misoginia”, al referir que “un hombre que acosa, hace uso y obtiene provecho de su fuerza bestial y humilla a las mujeres es, civilmente, un criminal”. Bajo el velo oscuro de la noche se cometen las atrocidades más cobardes contra el sexo femenino, aquellas que diariamente se leen página tras página del periódico y que ya no causan asombro ni mucho menos indignación, porque son sucesos que se han normalizado erróneamente. ¿Por qué digo erróneamente? Porque estas injusticias se están haciendo tangibles para niñas y mujeres que forman parte de nuestro entorno; aunque se busque negar el incremento de violencia contra la mujer, la realidad, por el contrario, se empeña en demostrar que está sucediendo, que está justo frente a ti, y que está por encontrarte de la manera más inesperada y en quien menos lo veías venir.
Actualmente ser mujer es estar en incesante riesgo: no poder caminar libremente por la calle sin temor a ser una víctima más de la violencia y ser parte de las terribles estadísticas que se publican. Porque lo peor no terminaría ahí, al ser sometida al proceso de búsqueda de justicia, donde todas las puertas están cerradas bajo llave y no hay nadie intentando abrirlas; hace varios años que la llave se perdió. Una denuncia de robo con violencia les parece tan insignificante que se hace evidente a través de las preguntas, todas orientadas a culpabilizar por lo ocurrido: ¿a dónde ibas? ¿a qué saliste? ¿a esa hora? ¿bebiste alcohol? ¿por qué ibas sola? ¿cómo ibas vestida? Y frases como “si no trae este documento o este otro, no podemos levantar la denuncia”. O aún peor, “describa detalladamente a su agresor, si no lo recuerda, no podemos hacer nada. Y aún si procede, la asistencia del agresor es voluntaria”, como si fuera posible ponerle atención a alguien mientras te surte a golpes. Y del médico legista, mejor ni hablar.
Ocurrido esto, el dolor orgánico es nada en comparación del que fue causado en mi interior. Trascendió de tal modo que llegó directo a mis ideales de igualdad, justicia, no violencia contra la mujer, libertad y sobre todo respeto. Al final todo se reduce a la mesa número 10, con el número 26 de control y el número 4578 de carpeta, en otras palabras, una carpeta más para almacenar en ese espantoso archivero que sólo tienen en un ministerio público. Para una reparación de daño que nunca llegará, porque ¿cómo se repara el arrebato de la libertad?