Antes, en el silencio, se hizo una conjura. Una conjura para preservar lo que más tarde se escaparía de nosotros inevitablemente. Era ese el deseo, atrapar aquello que ante los hombres resultaba intangible, lo negado por los dioses: la memoria. En la conjura se elaboró un plan macabro. Entonces surgió una tormenta. Entonces el deseo y la furia. Un disparo de luz. El flash, que nos remite a la sensación de extranjeros. El alma superexpuesta: La fotografía.
Balzac, quien fue de los primeros artistas en hacerse un retrato fotográfico, creía que el alma se fragmentaba en espectros que al recibir la luz de un disparo fotográfico quedaban traspasados. El acto de fotografiar habla de nuestra intención primitiva: recordar. Por la calle o en un estudio frente a tapices con paisajes impostados, alguien dispara. El mecanismo permanece oculto para el modelo. Un proceso semi alquímico ocurre entonces; aunque apoyado de tecnologías que avanzan cada segundo, el fotógrafo mezcla intenciones, dicta instrucciones a un aparato, la cámara: un dispositivo móvil, una computadora, y entonces frente a nosotros, la imagen. A veces los rostros endurecidos de la vejez o los llantos espeluznantes de infantes que contra su voluntad posan frente a la cámara, explotan más allá de sí. Los espectros, de los que hablaba Balzac, vienen a cobrar factura (cambiar), El encuentro ocurre mientras una parvada de aves se abre paso entre el aire (esa oquedad reseca) y se estanca en un horizonte cada vez más. Un desmemoriado anda por la calle con la certeza de que los cofrades, muertos todos, que decidieron hacernos olvidar, se revuelcan con la luz de un disparo fotográfico.
TAÑÍA BOHÓRQUEZ (OAXACA, 1987)
Transitar entre cicatrices y relieves. Como si las ramificaciones más profundas quedaran desnudas, descubiertas... Descubierto lo mínimo. El clavo y su sarro contenido, la perfecta inquietud de una esfera de vidrio sobre el vacío. Las manos impares, los espejos empañados, un perro que otea para descubrir su animalidad... ¿De dónde procede la necesidad de desdoblarse, de repetirse en los objetos que a primera impresión parecen quietos y áridos? La bruma, esa espesura que los hombres hemos enaltecido por tratarse de misterio y sublimación, la bruma es la que nos revela. La que nos permite emitir un juicio estético sobre nuestra existencia. Respondernos frente a un espejo roto, hueco: a nuestro cuerpo pertenecen los lunares, las manchas, las superficies imperfectas y humanas. Estamos a salvo porque somos lo imperfecto. Lo que por fortuna ha de replicarse más allá de nosotros mismos. Las piernas, los troncos, los clavos. Una imagen casi extinta... Es un lenguaje antiguo. Como los cuerpos humanos. Como los mecanismos que usamos para amar o para hacer la guerra. Lo que nos sustenta y nos constituye. La musculatura de una mujer que ha quedado velada en una imagen.
Hay en las fotografías de Tania Bohórquez, una necesidad. Como en todos los lenguajes artísticos y vitales. Un cuestionamiento. Lo que nos alcanzará tarde o temprano, es el deseo que hemos perseguido... Un corazón de algodón y terciopelo rojo con agujas, como en un oficio antiguo. Una bordadora que va plegando con pequeños puntos sobre un manto liso para volver al mismo punto. Suturas. Interiores. Orillas que habíamos olvidado. Figuras azarosas pero que pertenecen a un orden alterado. Un orden humano. Rostros y contornos, pasos... Parece que las imágenes de Tania Bohórquez se cruzan en un punto mínimo. El trabajo fotográfico de Tania Bohórquez oscila entre lo cotidiano y lo extraordinariamente frágil. “Metrópolis viciosa”, “A casa”, “Terapia”, “Olvido”, “Frontal”. Como el portafolios de un ser extraviado, que elabora su propia taxonomía, que se disemina para explicarse su nueva existencia. La fotógrafa es entonces absolutamente de su condición humana.
NADJA MASSUN (FRANCIA-HUNGRÍA)
Hay una sombra. Una sombra que adquiere el verde de los árboles. La humedad. Fantasmas trasmutando en carne. Los rostros que parecen de un carnaval de jóvenes bellas. Sirenas rozando paisajes inexactos. Hombres viajando. Ho-teles. Movimiento. Una avalancha de miradas siempre ajenas a la fotógrafa. Texturas. Moho. Siempre el sepia o un verde abrumador. Como si esos fragmentos del mundo ocurrieran después, justamente después de la lluvia. Mientras escampa. Mientras se desarrolla un ritual antiguo. La hora del té. Hay confort en las imágenes de Massun. Un placer constante. Bienvenidos al banquete. La belleza con sus ninfas se sienta para luego lanzarse de una liana. Músicos, animales, rostros durmientes, seres que sobreviven en una fiesta interminable. Nadja cree en una trinidad entre fotógrafo, imagen y espectador, tal como lo pensaba John Berger, y dicha trinidad convierte a sus imágenes en un mensaje.
Un mensaje natural. Lo que acontece. Por momentos parece que todo ocurre en el abismo. Que las ciudades en las que viven los fotografiados por Nadja Massun son inventos. Como si la fotógrafa montara un escenario acorde a sus necesidades. Una locación donde esos seres cupieran exactamente. ¿Dónde acontecen las niñas a la orilla de la playa? ¿Dónde una joven que espera en una mesa? Algo de los cuadros de Edward Hopper ocurre en esa melancolía inherente a los retratos de Nadja Massun.
Oaxaca. Los árboles, el movimiento y la bruma. ¿Dónde pueden unirse dos fotógrafas como Nadja Massun y Tania Bohórquez? Ambas han participado de modo importante en la vida del Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo. Un centro fotográfico que alberga talleres, maestros, fotógrafos, laboratorios y un acervo único en el país. La generosidad de este espacio, el Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, se refleja en los trabajos de quienes van y vienen. Desplazándose, cámara en mano por puntos que en algún instante breve se han de encontrar. Las antípodas, lo diametralmente opuesto, se saludan brevemente. Ocurre en Oaxaca, o en Nueva York, o en Marruecos. Una escenogra-fía movible. Así ocurre con las imágenes que brotan de los fotógrafos oaxaqueños, se desplazan con cierta velocidad, o a veces ocurren en la parsimonia. No hay entre esas imágenes más correspondencia que el deseo de preservar sus memorias. La neblina, los árboles y el agua que habitan en Oaxaca, se impregna en las entrañas de estos fotógrafos. Estas son dos muestras.