A mi parecer no puede haber ciudad con un paisaje urbano más contrastante que la cuidad de Tokio. Una tierra de vanguardia y costumbrismo que combina el pasado y el futuro, el rito, la estética y la técnica. Sumergida entre una maraña de rascacielos, jardines de espectacular belleza y antiguos templos emblemáticos, nos permite apreciar el paso del tiempo, que lejos de ayudar a comprender la coexistencia entre ellos y la interpolación de cada espacio y edificio, nos deja la gran incógnita de cómo ha sido posible la evolución de una arquitectura tradicional a una arquitectura tan compleja que se impone hasta en el más recóndito lugar del mundo. Y por compleja me refiero no sólo al diseño pulcro de los espacios, el uso creativo de la luz y de la integración de las gigantescas formas geométricas al paisaje, sino al uso de la más alta tecnología para el funcionamiento del edificio, desde soluciones de estructuras antisísmicas perfeccionadas a partir del temblor de 1923, hasta sistemas para la variación volumétrica del aire, paneles solares, censores de ocupación y toda clase de soluciones automatizadas que interactúan con un edificio, ya sea de forma orgánica, llena de trasparencias o de un diseño de tal simplicidad que embelesa a los transeúntes.
Pero esta arquitectura, obviamente, no ha sido así desde un principio. El arquitecto Toyo Ito (Seúl, 1941), ganador del Premio Pritzker en 2013 y el sexto japonés en recibir este Nobel de la arquitectura, recalca que “la arquitectura es la novedad y el cambio incesante, todo debe ser factible de transformarse”. La arquitectura de Japón es un campo de experimentación continuo que responde principalmente a las necesidades demográficas; la arquitectura se ha ido transformando en soluciones verticales —no sólo en Japón sino también en todo el mundo. Sin embargo, en esta evolución arquitectónica han permanecido dos factores arraigados en su cultura: el simbolismo y la sensibilidad.
El origen del diseño minucioso y la perfección del ambiente que caracteriza a los japoneses se remontan a la minka, que literalmente significa “casa de la gente”. Fueron las residencias ocupadas desde el más alto cargo del pueblo hasta el más pobre granjero, rompiendo barreras sociales, y que de acuerdo al clima y terreno de cada región, se edificaron en varios estilos, con variaciones que iban de la cubierta de paja muy inclinada del norte, que soportaba las intensas nevadas invernales, a edificios más pequeños y bajos en el sur, con pisos elevados para maximizar la ventilación y minimizar los daños en caso de inundación. El pintor japonés Mukai Junkichi (Tokio, 1901-1945) dedicó gran parte de su vida a dibujar minka de paja tradicional en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando en el campo muchas de ellas eran abandonadas al deterioro y en las ciudades eran derruidas para dejar espacio a los edificios modernos. La minka fue elaborada con materiales procedentes de sus bosques y montañas, de ahí surge el simbolismo más peculiar de esta construcción: el pilar de madera, generalmente redondo por identificarse con el cielo, en contraste con la tierra, simbolizada por el cuadrado. Si un pilar se rompía o caía, instantáneamente toda la estructura (cielo y tierra) se derrumbaba. Así, un techo a dos aguas con fuerte pendiente y con pilares inclinados entrecruzados en la parte de arriba, daba lugar al estilo gasso-zukuri (literalmente “estilo de las manos en plegaria”).
En este marco surge el estilo arquitectónico sukiya (siglo XVI al XVII). Estas edificaciones tradicionales nos muestran los primeros planteamientos básicos para el diseño de los espacios, condicionado por el pabellón del té y el uso del tatami (estera de paja) de medidas antropométricas (90 x 180 cms.). Antes de la adopción del sistema métrico que puso fin a esta medida, el diseño de las habitaciones de una vivienda se reglamentaba por el número de tatamis que pudiera contener el espacio; aún hoy en día el salón de té debe de medir 4.5 tatamis, colocados cuidadosamente y nunca en cuadrícula, pues se dice que si tres o cuatro esquinas coinciden en un solo punto traerán mala fortuna. De esta forma se iban diseñando los espacios de una casa en múltiplos de noventa. La máxima sensibilidad de los japoneses se ve reflejada en la casa de té, espacio que fue creado como un escape a la presión del trabajo, la violencia y el militarismo de una sociedad feudal, pero principalmente usada para expandir los horizontes del individualismo.
Los espacios interiores de una vivienda se dividían mediante paneles deslizantes hechos de papel opaco fusuma y papel traslucido shoji, que provee una ventilación natural para tolerar el calor y la humedad en verano. La versatilidad de este “divisor de ambientes” (que en las casas acomodadas era decorado con pinturas de hermosos paisajes o motivos naturales, invitando a la relajación y meditación) permitía abrir o cerrar las puertas para obtener una habitación más amplia en cuestión de minutos, permitiendo varios usos para un mismo local. Este detalle ha sido un parteaguas para la arquitectura contemporánea, pues el espacio abierto se ha convertido en el ícono de las casas modernas, suplantando la transparencia del shoji por el uso del vidrio que permite, así como en las casas de los samuráis y los sacerdotes budistas, contemplar el jardín creando la sensación de un paso continuo entre exteriores e interiores.
El arquitecto Frank Lloyd Wright (Wisconsin, 1867-Arizona, 1959) fue uno de los pioneros en diseñar espacios en los que cada habitación o sala se abre a las demás, con lo que se consigue una gran transparencia visual, una profusión de luz y una sensación de amplitud y abertura. Tras su primer viaje a Japón en 1905 y su regreso en 1916 para la reconstrucción del Hotel Imperial en Tokio, Wright observó de cerca las características de la arquitectura tradicional nipona. Maravillado por su modulada geometría, sencillez y sus interrelaciones con el paisaje, la calificó como “más cercana a lo moderno” y acorde a “la idea espiritual de lo natural y la simplicidad orgánica”. Wright empleó estos conceptos para el diseño de las casas Glasner (1905), Hardy (1905), Robie (1908-10), y la propia Casa de la cascada (1934), edificadas en Estados Unidos; aunque el propio Wright, con su característica “humildad”, diría en su autobiografía que muchos de los elementos conceptuales de la arquitectura japonesa “coincidían” con aquéllos que él venía desarrollando por su cuenta.
Cabe señalar que la presencia en Japón de este arquitecto y otros de talla internacional influenció a los japoneses como Kenzo Tange (Ozaka, 1913-Tokio, 2005), Arata Isosaki (Oita, 1913), Fumihiko Maki (Tokio, 1928), Kazuo Shinohora (Shizouka, 1925-Kawasaki, 2006), Kisho Kurakawa (Kanie, 1934-Tokio, 2007) e Hiroshi Hara (Kanagawa, 1936), arquitectos egresados después de la Segunda Guerra Mundial que, a través de viajes por el mundo y especialmente a América, se encargaron de la divulgación de la arquitectura funcional para el mejoramiento de la vida de los japoneses que habitaban en la urbe. Paradójicamente, mientras Wright se maravillaba de la arquitectura tradicional japonesa, los propios nipones le daban la espalda, apostando por la influencia internacional y moderna, pues desde la era Meiji (1868-1912) habían sido expuestos a una arquitectura extranjera, cuando arquitectos europeos y norteamericanos fueron traídos para desarrollar las más importantes sedes imperiales y comerciales, al tiempo que los arquitectos japoneses fueron educados en universidades extranjeras. Sin embargo, en esa transición y disyuntiva algunos arquitectos trataban de fusionar lo tradicional con lo moderno. Kenzo Tange fue uno de los precursores en involucrar la cultura japonesa en sus primeras obras, pero en la década de los sesenta, se convirtió en uno de los mayores impulsores del estilo internacional, basando sus diseños en un orden estructural muy claro y definido, pero que finalmente hacia los años setenta adoptó formas más orgánicas.
La segunda generación de arquitectos internacionales como Tadao Ando (Osaka, 1941), Toyo Ito (Seúl, 1941), Itsuko Hasegawa (Shizouka, 1941), Kasuyo Sejima (Mito, 1956), Ryue Nishizawa (Kanagawa, 1966), se han distinguido por una arquitectura moderna basada en tradiciones ancestrales. Para comprender un poco de su estética arquitectónica se debe desviar la vista hacia la religión: el sintoísmo y el budismo, las dos grandes religiones de Japón. El sintoísmo, basado en la creencia en espíritus o kamis, con gran énfasis en la naturaleza, ha influenciado de gran manera a los arquitectos japoneses: constantemente buscan su inspiración en ella, tomando formas orgánicas como la estructura de vigas de la Mediática de Sendai del arquitecto Toyo Ito, que asemeja el entramado de un árbol. Ito frecuentemente dice que sus más grandes inspiraciones las encuentra en la naturaleza, usualmente en el viento y el agua. Ryue Nishizawa creó la casa llamada Garden & House, ubicada en Tokio, cuya fachada está cubierta de flora que salta a la vista y se asimila más con la naturaleza que con el concreto. El budismo también juega un rol importante en la estética de los espacios, particularmente el concepto de “zen”, que se asocia con la simpleza, el vacío, la calma y la armonía. Estas características valoradas por los japoneses, desde una perspectiva ritual más que estética, son fáciles de ubicar en los jardines y otros lugares tradicionales, y es sorprendente cómo se han ido integrando en la arquitectura actual. Se pueden ver grandes espacios de vacío intencionado en la obra de Tadao Ando, otro ganador del premio Pritzker; incluso para realizar este efecto el uso del concreto es idóneo para abarcar grandes áreas con enormes alturas. El concreto, un producto totalmente occidental, que es plano y uniforme, facilita estos grandes vacíos.
De las casas tradicionales sólo quedan las que podemos ver en parques temáticos y villas protegidas por la UNESCO. La ciudad adopta cada vez más el estilo occidental y al mismo tiempo lo trasciende. Pero todo vuelve al pasado; en medio de este proceso de simbiosis entre lo tradicional y lo occidental, la crítica se ha centrado en la construcción del Estadio Olímpico para los juegos del 2020, diseñado por el despacho Zaha Hadid Architects de Gran Bretaña, para lo cual se derribará el Estadio Nacional (construido para los juegos olímpicos de 1964) y en su lugar se erigirá un conjunto futurista que contrasta y opaca a la antigua estación de policía (Meiji Jingu Gaien) que alberga a la galería memorial de pintura Meiji (Kaigakan). Un grupo de arquitectos encabezados por Toyo Ito sostienen que es un estadio “demasiado artificial”, o en otras palabras, muy moderno para el contexto histórico y cultural de Shinjuku. ¿Acaso los japoneses están revalorando sus tradiciones, su cultura, su propio estilo? Esta tendencia no sólo se presenta en Japón sino en muchas partes del mundo, la mirada vuelve hacia atrás, hacia la arquitectura vernácula. Japón tiene los recursos de madera, bambú, piedra y tierra, pero la cuestión demográfica y los intereses industriales son grandes barreras que aún quedan por librar, y sólo el esfuerzo y el talento de miles de hombres alrededor del mundo podrá demostrar que lo bello y lo útil, la materia y el espíritu, la vanguardia y lo clásico, pueden y deben convivir.