Mujeres
30 de octubre del 2018

Declara el novelista Mircea Cărtărescu en su magno Solenoide: “impases y soluciones orgásmicas, con una grandeza que sólo podrían igualar el nacimiento del universo o la evolución de las especies”, y lo cierto es que, con respecto a la reproducción, la diversidad biológica sólo puede ser equiparada con el cosmos. Pero comencemos por esclarecer un poco el contexto ya que sin un rastro de luz que alumbre los pasos, nos arriesgamos a avanzar sobre asunciones quebradizas y perderemos el camino en el laberinto de las conjeturas insustanciales. No caigamos en la soberbia que tanto caracteriza a nuestra especie. El ser humano se afana y persiste en organizar el mundo a partir de sus excepciones. Recuperemos un atisbo de humildad; a fin de cuentas, en estos menesteres la extrapolación no brinda certidumbre: trazar generalidades y estandarizarlas como cánones no aporta gran cosa si se hace cerniéndose a los atributos de una fracción acotada del conjunto. Sin embargo, justo así suele ser el patrón de nuestro proceder cognitivo: pretender deducir principios unificadores tomando como marco de referencia la condición existencial de unas cuantas individualidades. El abismo sin fondo del antropocentrismo y sus vertientes.

Basta con prestar atención a la tipología popular que tiende a diseccionar a los organismos en superiores e inferiores, en complejos y simples para evidenciar las nociones erradas que suelen marcar la pauta de nuestro proceder respecto al resto de los seres vivos. Porque, claro, en tales concepciones del mundo el ser humano siempre se encuentra en la cúspide. No obstante, existen líquenes tremendamente más sofisticados en términos evolutivos que cualquier mamífero, o criaturas como los tardígrados que, pese a ser microscópicos, desafían todas nuestras preconcepciones biológicas —conocidos también como osos de agua, los tardígrados son un grupo de organismos diminutos que han ganado notoriedad debido a su tremenda resistencia física. Bajo condiciones de criptobiosis son prácticamente indestructibles, pudiendo tolerar condiciones extremas de radiación, presión y temperatura, incluso sobreviven al vacío estelar. En diversos experimentos se les ha colocado sobre la superficie de cohetes y se ha demostrado que pueden sobrevivir a las arduas condiciones del espacio sideral—. Ni que decir de la medusa inmortal, Turritopsis nutricola, capaz de hacer retroceder el reloj biológico y volver a una versión más joven de sí misma. O la actinobacteria siberiana, con cerca de medio millón de años en su haber. El ser más longevo del planeta. Y podríamos seguir alargando la lista, pero no es necesario, quedémonos con la noción de que no sólo venimos del mono, somos monos, y como tales ocupamos una rama más, ni más alta ni más frondosa en el tupido y enmarañado follaje del inconmensurable árbol de la vida.

Por desconcertante que pueda parecerle a una tropa de simios pensantes, lujuriosos e incontinentes, en el mundo natural el sexo no es la norma. Por el contrario, en las múltiples dimensiones del vasto territorio de la vida, la sexualidad —y para tal caso los géneros— se manifiesta por medio de fenómenos más bien peculiares. Es importante reconocer que una inmensa mayoría de organismos se propaga por otros medios. Estrategias evolutivas sumamente eficientes que competen a los “dominios” de las bacterias y las arqueas,1 así como a un buen número de protozoarios, algas, hongos, plantas, nidarios, anélidos, equinodermos, moluscos y artrópodos, e incluso a unos cuantos vertebrados que tienen la facultad de multiplicarse sin la molesta necesidad de recurrir a dicotomías anatómicas. La principal forma de procreación que impera en el planeta, en dado caso, es la reproducción de tipo asexual y su prevalencia se impone por varios órdenes de magnitud. La amiba amorfa se alza entonces como la identidad más factible de aquel ser divino que supuestamente creó la vida a su semejanza.

Pero tampoco se trata aquí de postular una visión totalitaria o más abstracta de la naturaleza (aunque sería apetecible), sino simplemente de ampliar un tanto el encuadre, tomar distancia y recobrar la perspectiva. Si lo hemos conseguido ya, es momento de retornar al plano de la realidad en el que suelo sentirme más cómodo: el estrato de la zoología, ámbito donde el sexo resulta tan primordial como comer o respirar. Asumir, una vez más, que el apareamiento entre individuos usualmente acontece por interacciones afines a los roces mamiferoides implicaría caer nuevamente en los tropiezos de la ceguera. No olvidemos que la mayoría de páginas que integran el titánico bestiario de la fauna corresponden a los invertebrados, y que todos ellos satisfacen el impulso de la fertilidad de maneras diferentes a la nuestra. Sin ir más lejos, de las aproximadamente un millón y medio de especies animales que han sido descritas, más de un millón son insectos, cien mil arácnidos, ochenta mil moluscos y cincuenta mil crustáceos.

La constricción implícita que hay en recombinar el material genético de dos células germínales —gametos femeninos y masculinos— para perpetuar la especie no acota la creatividad adaptativa; lejos de ello, si algo fomenta tal acertijo en la selección natural es que el abanico de maniobras para abarcarlo florezca de modo extraordinario. Recordemos que la evolución es oulipiana2 por antonomasia. Su acción ha encaminado a que en el inagotable kamasutra de los metazoarios la única constante sea torcer las convenciones.

Las tenias o solitarias, por ejemplo, dominan los prodigios de la autofecundación. Estos gusanos planos, parásitos del grupo de los cestodos —como la emblemática Taenia solium, cuyos huevecillos dan lugar a las larvas que producen la temible cisticercosis—, se componen por cientos de segmentos o proglótides hermafroditas que tienen la sorprendente facultad de fecundarse unos a otros; se trata de una especie de madre-padre casi mitológica que se aloja en los tejidos intestinales ajenos y que da vida a cientos de miles de vástagos. Cada una de estas proglótides contiene un aparato reproductor hermafrodita y completo, con poros genitales irregularmente alternados. Y comparten, además, un sistema nervioso común con el resto. Dependiendo de la especie, el cuerpo puede llegar a medir entre 50cm y 15m con hasta mil segmentos por individuo. Las proglótides más cercanas a la cabeza del gusano son más jóvenes e inmaduras; las que se localizan hacia la parte central del cuerpo son las maduras y pueden reproducirse; las terminales son las grávida y están repletas de millares de huevecillos. Estas proglótides grávidas suelen desprenderse del cuerpo y, al ser evacuadas con las heces del huésped, son la fuente de infección o propagación.

Estrellas de mar, caracoles, lombrices de tierra, muchos otros invertebrados y ciertos anfibios también han sido bendecidos por la evolución con los dotes del hermafroditismo. Si bien son pocos los que tienen a su alcance la gran proeza de la autoinseminación del tipo de las tenias, su doble configuración genital —y de gametogénesis— al menos les brinda mayor latitud de elección a la hora del acoplamiento, y en algunos casos les abre la puerta para la notoria posibilidad de disfrutar de ambos sexos al mismo tiempo; comportamiento denominado como “hermafroditismo simultáneo”, en el que cada uno de los distintos individuos implicados en el entrecruzamiento actúa como macho y hembra de forma paralela. Claro que si esto se considerara como una opción demasiado demandante, siempre se puede seguir el modelo del “hermafroditismo secuencial”, propio de algunos peces que, tras iniciar la vida adulta y procrear bajo una identidad sexual particular, se transforman para adoptar otra forma y seguir procreando bajo esta nueva identidad. El proceder transexual llevado a su nivel utópico.3

Por supuesto que también existe una extensa diversidad de criaturas para las que la aproximación dicotómica a la fecundidad es más concreta, especies dioicas cuyos sexos se encuentran separados entre individuos y cuya reproducción es biparental. No obstante, dicha condición no implica de manera alguna uniformidad; al contrario, en estos animales es donde se manifiestan algunas de las conductas reproductivas más insólitas. Machos diminutos en comparación con la hembra terminan convertidos en parásitos permanentes de sus parejas, como sucede con los gusanos marinos del género Osedax y con los peces linterna de las profundidades. En un artículo de National Geographic se dice: “Cuando un rape macho joven y sin compromiso encuentra a una hembra, se acopla a ella con sus afilados dientes. Con el tiempo, llega a fundirse con ella. Conecta con su piel y flujo sanguíneo, e incluso pierde los ojos y todos los órganos internos, menos los testículos. Cada hembra puede llevar seis o más machos en su cuerpo”.4 Hay hembras arácnidas que devoran a su consorte tras la cópula; mantis machos que siendo decapitados tienen la gracia de continuar con su baile erótico y seguir fornicando; avispas que preñan a sus hijas cuando apenas están saliendo del huevo, y tantas otras historias naturales desquiciantes que evidencian que si existiera un diseño inteligente tras ellas, el Creador tendría que estar trastornado y corrompido.

Finalmente llegamos a los linderos zoológicos más sobrecogedores para el verdadero sexo débil: los confines de la partenogénesis, frontera extensa y borrascosa donde los engranajes de la selección natural han permitido simplificar el asunto y prescindir por completo de los machos a la hora de la procreación. En su lugar, las madres en potencia pueden engendrar descendencia a partir únicamente de sus gametos femeninos (óvulos que no son fertilizados por espermatozoides), dando como resultado un alumbramiento virginal de cuyo origen dependerá la naturaleza de la descendencia. Es decir, si las crías serán haploides o diploides y, por consiguiente, si tendrán a su vez la facultad de engendrar más descendencia. Este alumbramiento puede ser por la fusión de un cuerpo polar con el óvulo, por la segmentación espontánea del gameto debido a factores ambientales o químicos, o por procesos más enigmáticos y poco entendidos. Este tipo de reproducción uniparental —con frecuencia, pero no siempre, da pie a poblaciones completamente unisexuales, en las que todas las integrantes de la especie son hembras— ocurre en platelmintos, rotíferos, tardígrados, crustáceos, insectos (como las abejas) y en algunos vertebrados. Se ha reportado en anfibios, tiburones, un par de aves y más notoriamente en reptiles (varanos, geckos, serpientes y lagartijas). Y, por contraintuitivo que pueda llegar a parecer, no se trata de un mecanismo que sólo genere clones idénticos a la madre. En algunas serpientes del grupo de los cantiles se ha observado que todas las crías nacidas de manera partenogenética son machos; intriga científica que persiste hasta nuestros días.5

Tal vez la estrategia partenogenética más sofisticada sea la que ocurre en las lagartijas cola de látigo, del género Aspidoscelis, también conocidas como huicos o cuijis. Habitan en México y en el sudoeste de Estados Unidos. En ellas prevalecen algunas especies híbridas de puras hembras. Si bien estas lagartas no copulan en el sentido estricto del término, sí practican un curioso ritual de apareamiento lésbico que estimula su fertilidad y fomenta la ovulación. Pero lo que realmente las hace sobresalientes es la capacidad de mezclar sus propios cromosomas previo a autorreplicarse. Es decir, recombinan los cromosomas hermanos del óvulo como si se tratara de homólogos, como acontece durante la reproducción sexual clásica; lo que da como resultado variabilidad en la población. En el mundo silvestre variabilidad es igual a viabilidad. Estamos, por lo tanto, ante el verdadero reinado de las hembras. En palabras del biólogo Òscar Cusó:

Gracias a la duplicación cromosómica extra, las lagartijas híbridas pueden recombinar cromosomas hermanos y tener como mínimo el mismo juego de cromosomas que sus progenitores sexuales. A su vez, de éstos, al ser especies diferentes, heredan un repertorio genético rico ya al inicio del nuevo linaje. Entre una cosa y la otra, la variedad de lagartas, en ningún caso, está en juego. Las lagartijas cola de látigo ejemplifican cuál es el sexo débil; las hembras tienen el poder de la perpetuación. Los machos no son necesarios ni para la reproducción ni para el sexo ni para la diversidad genética. Su matriarcado honra a las amazonas, sacude los cimientos de la sexualidad y tambalea la definición de especie.6

¿Qué queda de todo esto para el orgulloso mono consciente? Por lo menos celebrar la amplia diversidad sexual, dejar fluir las distintas preferencias y orientaciones sin trabas ni jerarquías, y no olvidar que, llegado el momento, las que tienen las riendas del juego son las hembras. Así que señores: hay que poner más empeño, de otro modo peligramos terminar en ese futuro distópico planteado en la novela gráfica Y, el último hombre, de Brian K. Vaughan, en el que tras un “androcidio” global desaparecen todos los machos.

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