A casi dos siglos de la publicación de El capital, los antagonismos ideológicos —esa envoltura mística a la que según Karl Marx “hacía falta dar la vuelta” para develar el núcleo racional que le subyace— siguen desgarrando al mundo en una dicotomía que lleva a los opuestos a extremos de intolerancia, que ocultan la semejanza entre los llamados dos sistemas del mundo y también a la supuesta tercera vía. El determinismo económico cede ante la Historia.
Comunismo y capitalismo, izquierda y derecha, liberales y conservadores; sin importar las palabras que busquemos para acentuar el carácter conflictivo de los términos, una tras otra revelan en su realización material que los extremos ideales son menos contrastantes en la praxis —a pesar de que las condiciones objetivas polarizan al mundo—: la terrible pobreza contrastando con el derroche obsceno de la opulencia. Tal como sucede en 1984 de Orwell, donde la doctrina política de tres superpotencias rivales no difería en la práctica, la fragmentación política del mundo, y aun al interior de los Estados, es más un acto de descalificaciones y retórica que de prácticas concretas: los actores políticos carecen de un proyecto social, sea de diestra o de siniestra. ¿Existe alguna opción real para salvar el desastre financiero de España, que es también el desastre de México y del mundo?
ESPAÑA
España entró al 2016 en medio de una encrucijada: por un lado el proyecto reformador (neo) liberal del Partido Popular (derecha y conservador), avalado por el Banco Central Europeo y Angela Merkel; por el otro, el recién llegado Podemos, liberal pero de signo contrario, ciudadano y (neo)keynesiano. En medio, un arcoíris de matices. De derecha a izquierda, de ida y de vuelta, una España bifurcada por el paro contempla un episodio más del devenir dialéctico del pensamiento económico: Keynes vs Hayek, Galbraith vs Friedman; el debate condenado a resurgir tras cada nueva crisis: discurso surgido de la irracionalidad.
Habla por los conservadores el Consejero del Gobierno Alemán, Dr. Jürgen Donges —alemán nacido en Sevilla y profesor emérito de economía política—: “Vosotros sois unos discípulos ejemplares”, dice refiriéndose a los españoles en una entrevista para el periódico ABC, en la misma en la que condenó a España a decidir entre dos posibles desastres: precariedad o paro. El gobierno español, buen alumno, opta por la primera: la austeridad que salve la tasa de ganancias; pero ha recibido ambas: ¡bondadoso mercado! Ni se mueven los parados, ni desaparece la precariedad. Llega el eco del lamento del Banco Mundial: ¡mea culpa! Nos hemos equivocado. Para Donges la culpa es de los españoles que se endeudaron más allá de sus capacidades. ¿Españoles apalancados o especulación disfrazada de hispanidad?
Pablo Iglesias (1978) es un académico, politólogo y político madrileño, fundador de Podemos. Se le ha relacionado con los regímenes socialistas de Sudamérica, y no es mentira que simpatiza con algunas de sus ideas. Tenaz detractor del neoliberalismo, se declara en contra de la austeridad y a favor de los subsidios a las rentas bajas, el aumento a la progresividad impositiva, frenar la práctica del fracking, apostar por las energías renovables, promover la equidad y regular la industria financiera; principal culpable de la especulación escudada en una libertad falaz, como en la Francia de Colbert y Voltaire, hoy exige: Laissez nous faire! ¿Libertad para quién?, ¿y para qué?
El Dr. Donges es heredero del pensamiento económico de inspiración católica y social, iniciado por el economista alemán Alfred Muller Armack, el cual propugna un Estado regulador de la economía que proteja la libre competencia.1 ¿Liberalismo ingenuo o cínico? A diferencia de los neoliberales que buscan desaparecer al Estado, al tiempo que lo engordan con gasto militar y burocracia, los llamados Ordoliberales le dan un papel primordial como vigilante del oxímoron de la economía regulada de libre mercado. La política moviendo la mano invisible porque la providencia ha abandonado a los mercados, y más a los bursátiles.
Para Iglesias el problema de España radica en la colusión de los sectores político y financiero. Más moderado de lo que sus detractores quisieran, su postura en cuestiones económicas yace más cerca de Thomas Piketty (El capital en el siglo XXI) que de Karl Marx (El capital). Como buen marxista, entiende que las condiciones materiales definen no sólo la conciencia colectiva, sino también las posibilidades de acción. Controlar al capital especulativo, no destruirlo, usando impuestos a las transacciones financieras; el impuesto que popularizara el keynesiano James Tobin. Impuestos y no lucha de clases. Acusado de querer nacionalizar la banca, su propuesta es más bien regulatoria. Irónicamente, los postulados de la escuela de Friburgo están más cerca de la propuesta económica de Podemos. De Donges tiene sólo una opinión: “me gustaría debatir con él”.
Donges ha llegado a comparar a Iglesias —de la manera menos afortunada— con Hitler. Lo acusa de aprovecharse del desasosiego social para encumbrarse en el poder con políticas populistas. Así dijo el Führer: “la dura realidad ha abierto los ojos de millones de alemanes a las estafas, mentiras y traiciones sin precedentes de los marxistas engañadores del pueblo”.2 ¿Sutil anacronía o habría que reconocer a un Hitler marxista? Ante la Deutsche Welle Donges dijo que “Podemos llevaría a España al desastre”. Se refiere, sin duda, al colapso bancario, el único desastre que parece importarles a los hacedores de política y a sus “sabios” economistas. Del arsenal de la hipocresía surge una nueva quimera del liberalismo paternalista: too big to fail. El laissez faire termina donde Wall Street comienza.
El proyecto de Podemos tiene como punto débil el sustentarse en la voluntad ciudadana, que puede ser muy apática, y en el comportamiento ético, que tan raro aparece en nuestros días. ¿No han ocupado acaso los políticos de todo signo el discurso de la ética y la voluntad? Los recortes salariales a los funcionarios del partido son una señal promisoria: acabar con la clase política desde la política; superación del lastre; la clase política en el redil del materialismo histórico. Otra debilidad es más bien relativa: sus políticas ponen en riesgo la rentabilidad bursátil y la opulencia presupuestaria. El poder no cede sin luchar; y cuando cede es para devorarse a sí mismo. Por último, está la pesada losa del fracaso político de la izquierda, la promesa de que “esta vez sí habrá un cambio de verdad”.
MÉXICO
El desastre en México se hace menos visible a fuerza de costumbre. Si bien España recibió la peor parte de la crisis inmobiliaria de Estados Unidos, la historia de caídas es más longeva en México. De hecho, la historia de las crisis cíclicas del “neoliberalismo” empieza en 1982 en México: el default de la deuda, la nacionalización de la banca, el colapso social. En 1994el segundo golpe y el “Efecto Tequila”: devaluación, inflación, migración y crisis. La cicatriz más profunda es la desigualdad. El México profundo de Guillermo Bonfil Batalla se hunde bajo el peso de la especulación irracional.
Veinticinco años después de que España se librara de la sombra del generalísimo, México parecía escapar de su propia dictadura. Pero la caída del PRI no implicó la del priísmo. Las reglas de la política mexicana son las de —y para— la clase política, sin importar que se declaren de izquierda o de derecha, todos actúan como hijos obedientes de un patriarca oculto en la cima de la pirámide. Más criticables que el maestro, los alumnos cargan con la doble culpa: por continuar el legado de corrupción de la dictadura y por hacer mella de la esperanza del cambio. ¿Qué camino le quedaba a México en este pantano de trepadores profesionales? Y así volvió el PRI al poder.
Con la primera crisis se abrió camino al neoliberalismo, se cumplió el pronóstico devastador de la doctrina del choque: la herida supurante del caos tornada en confusión elemental, confusión neoliberal. Privatización y desregulación son desde entonces el toque de bandera del crecimiento desequilibrado: dejad que los ricos se harten que las migajas alimentarán al resto. Pero más Ordoliberales que Donges, no podían esperar a que la riqueza se creara sola, tampoco podía crearla ya el Estado, entonces la herencia de Armack llegó a México en la infame figura de Carlos Salinas de Gortari y su “liberalismo social”: Juárez revolucionario trocado en su negación total: fin al laicismo juarista, fin a la reforma agraria de Zapata. Ni ley, ni tierra, ni libertad, solamente privatización eficaz. La inversión extranjera, dicen, hará el resto.
Dos décadas después del desastre salinista, el neoliberalismo en México afina la que puede ser la última de sus batallas. Toca al heredero de Salinas, el ahora Presidente Enrique Peña Nieto, concluir la obra del padrino. Las reformas estructurales de los últimos años en México, buscan acabar con los últimos lastres que el partidismo mismo creó: sindicalismo y dependencia petrolera. Para el primero parecen bastar las balas de plata del Tirano Banderas de Valle-Inclán. Para el segundo sólo hace falta un poco más de privatización. La corrupción de los sindicatos ha dado sus frutos, pero la privatización del petróleo se frenó por la caída de sus precios. Nueva tragedia que acelera los remedios del “consenso de Washington” y enlaza el destino de México y España: sin renta petrolera aparece el déficit fiscal; para corregir el déficit sólo la austeridad (FMI dixit).
Austeridad a la mexicana: 7.000millones de pesos para un nuevo avión presidencial, 132 millones de pesos de aguinaldo para senadores, 201 millones para los diputados, 10 millones para televisores para el populismo, etcétera. En el colmo del cinismo se anuncian “recortes salariales” del 0,0004% para altos funcionarios. Un salario que es más de cien veces el salario mínimo. Un mínimo que en tres décadas de invento neoliberal ha perdido más del 80% de su poder adquisitivo. Y ahora sobre la precariedad se cierne la sombra del paro: la austeridad tendrá que hacerse efectiva en algún lado, o mejor dicho, abajo; al fin que los de abajo son muchos y ya están acostumbrados.
En México ya pocos creen que podamos. Acostumbrados a sobrevivir antes que a vivir, las reservas son el último recurso ante la especulación rampante. En el borde de la esperanza nos queda que en el desequilibrio nacional, el del bajío pujante y el sur agotado, la fuerza de progreso se encuentre con la vitalidad arraigada. Y podrían, si no tuvieran que llevar a cuestas a una obesa clase política.
A principios de los 90, Albert Hirschman redactaba un ensayo en donde develaba las artimañas de la retórica conservadora: futilidad, perversidad y riesgo. Para los conservadores, toda política que tenga el más mínimo tufillo progresista tiende a fracasar, o a generar el efecto contrario al esperado, o a destruir el “progreso social” (ejemplo cumbre: la retórica es el Camino de servidumbre de Friedrich Hayek). Sin embargo, Hirschman se dio cuenta, también, de que la retórica a la que aludía se afianzaba y potenciaba en el discurso de los progresistas: la perversidad inmanente del empresario, la omnipotencia bondadosa del poder público, el determinismo social, etcétera. La retórica no es excluyente, la retórica vive de y para la intransigencia, de un lado y del otro.
Generalmente son los conservadores los que apelan con mayor facilidad a la perversidad y el riesgo de perder el statu quo. El miedo al cambio expande el sentimiento de aprensión, al menos entre aquellos que todavía tienen algo que perder. La futilidad es, acaso, la que más preocupa. El mismo Piketty recela de su impuesto al capital. La globalidad del capital —única globalidad auténtica acaso— requiere de la cooperación internacional para frenar la especulación financiera. Los Estados nacionales ceden terreno a la corporación transnacional. Podemos opta por la senequiana grandeza de lo mínimo: dirigir los esfuerzos europeos a la creación de un impuesto ¡del 0,1%! sobre las transacciones bursátiles y la eliminación del secreto bancario de los paraísos fiscales —remanentes de la barbaridad financiera que llevó a los franceses a financiar a Alemania durante la Primera Guerra Mundial—. El riesgo para este partido ciudadano aparece en la cerrazón al diálogo, en la que han caído a fuerza de rechazar la guerra sucia de la desacreditación mediática. México, en cambio, parece estar dispuesto a lo que sea con tal de atraer más capital.
¿Podrá el capitalismo financiero salvarse del desastre? Más que otra vía se necesita otro fin. Sin embargo, cualquier respuesta que esboce en estas páginas, cualquier debate ideológico, cualquier discurso sin praxis, será pura interpretación del mundo —el mundo del capital patrimonial—, de lo que se trata, sin embargo, es de cambiarlo.