“Sola nací y sola he de morir”, repetía mi abuela cuando la nostalgia la invadía. En esos momentos yo la observaba en absorto silencio. Creía entender sus palabras, todavía creo entenderlas, pero en mi mutismo infantil no me atrevía a cuestionar una sabiduría que no dejaba de tener una mancha de falsedad. En silencio me preguntaba: ¿en verdad estamos solos? Hace siete años murió mi abuela Elodia. Murió en cama al lado de su hija, mi madre, y la esposa de su primer hijo, Sergio, a quien tuvo la desgracia de enterrar. Mi abuela no sabía que su refrán hacía eco de las palabras de Orson Wells: "Nacemos solos, vivimos solos, morimos solos. Únicamente a través del amor y la amistad podemos crear la ilusión momentánea de que no estamos solos". De haberlo sabido, habría estado de acuerdo. Pero mi abuela no murió sola, murió en brazos del amor.
Hermosa como puede ser la voz de la nostalgia, el refrán de mi abuela o el aforismo de Wells no dejan de inquietarme. Veo a mi alrededor y me encuentro con los otros, rodeado de gente y de mundo. Vivir en la Ciudad de México no sólo hace difícil la soledad, sino que nos enfrenta a cada momento con la peor cara de la compañía: el tumulto. Si alguna soledad persiste, es la soledad del alma, quizá la peor soledad posible: estar sólo entre los demás. Pero aun en este rincón del espíritu, me percibo en un espacio, me sé en un tiempo, vislumbro los difusos límites de un intento de comunidad.
“Piensa ¡oh patria querida! Que el cielo un soldado en cada hijo te dio”. Nunca me he sentido orgulloso de ser mexicano. Tampoco soy malinchista. Simplemente la idea de nación no logra conmoverme. He encontrado espíritus afines al mío fuera de este país, y ellos mismos han venido de las patrias más diversas. La idea de México no logra penetrar mi sensibilidad. Queda recluida en los límites de una constitución, un himno, un ejército y una bandera. En todo caso me siento oaxaqueño, aunque la memoria de Juárez me emociona menos que el contorno de las montañas que llevan su nombre. Benedict Anderson llamó “comunidades imaginadas” a las construcciones simbólicas que a fuerza de ancestros, monumentos, ceremonias y panteones, dan sentido al Estado-Nacional. La creación de una identidad es necesaria allí donde la diversidad se despliega. Lengua y educación son las herramientas más socorridas por estos simulacros uniformadores. A veces el catecismo ayuda a forjar memoria. Cuando el pasado niega a una nueva comunidad, hace falta crear desde cero una “neomemoria”. La aniquilación irrumpe en la historia.
Nación y Estado son divinidad secularizada. De la batalla de Lepanto a la Segunda Guerra Mundial, se deja de luchar por la cristiandad para luchar por la patria. Morir por Dios o morir por Alemania. El poder asentado en el derecho divino del feudalismo es trascendido por el contrato social. Thomas Hobbes soltó la fórmula lapidaria: “Homo homini lupus”. Si la naturaleza del hombre es la guerra, hace falta un Leviatán para impedir la matanza. Arrobado por el miedo, el hombre renuncia a su libertad mediante contrato. Pero tal contrato es una una farsa. No se firma, se impone con la misma violencia que Hobbes denunciaba. Y todo para que después de tanta muerte el Commonwealth de Cromwell sigua teniendo un monarca a la cabeza. Con la Revolución francesa el poder absoluto del soberano se transfiere, teóricamente, al pueblo: volunté général de un Leviatán colectivo. La batalla de Valmy se gana al grito de ¡viva la Nación! y no ¡viva el pueblo! Luego Napoleón será Emperador de un pueblo vertido en nación que mira absorto.
¿Quién es el pueblo en cuyo nombre se derrama tanta sangre? Si la nación encuentra su asidero en una existencia jurídica, el pueblo debe encontrarla en la memoria. Y no hay una memoria sino muchas. Luego ya no es posible hablar de un pueblo, sino de pueblos. Si esta noción puede ser más etérea, también es más inmediata. La comunidad global, y más aún la virtualidad de las comunicaciones contemporáneas, encumbre el hecho ya enfatizado por Heidegger de que ser es estar: Dasein. Existimos porque estamos en un lugar. En ese lugar es dónde debemos buscar la comunidad y no en la virtualidad de relaciones atomizadas. La impersonalidad de las “comunidades virtuales” las condena a lo efímero, aunque potencialmente destructivo.
La comunidad humana es una idea deseable, no un hecho. El humanismo fracasa cuando olvida la diversidad de la existencia. Postular la igualdad de los seres humanos no anula sus diferencias. Es en la diversidad donde se encuentra la riqueza de la vida. La comunidad surge en la inmediatez de la vida cotidiana. Sólo ahí donde el pueblo tiene una vigencia sobre la globalidad la comunidad aparece más clara, más viva. No es sorprendente entonces que el sentido de comunidad sea fuerte entre los pueblos indígenas, donde el arraigo a la tierra es indisociable de su existencia y la memoria se vuelve tradición. La comunalidad no es un concepto académico, es una forma de vida. Es un pensar el mundo desde la comunidad, no desde el individuo; desde el “notros” y no desde el “yo”.
La comunalidad es pues una postura contra el individualismo del que se denuncia a la sociedad moderna y que ha degenerado en un consumismo destructivo. Escribió Zigmund Bauman que “la víctima colateral del salto hacia la versión consumista de la libertad es el otro, en tanto que objeto de responsabilidad ética e interés moral”. El “otro”, o mejor dicho, el “nosotros” es el sujeto de la visión comunal. Abandonar el individualismo moderno que ha ahogado al mundo en sus contradicciones para repensar el ser desde la comunidad en busca de una alternativa a la sociedad capitalista que da la espalda a la naturaleza, vista como un instrumento. La comunalidad no es antropocéntrica, pues no sólo arroga la idea del hombre en armonía con el hombre –antítesis de Hobbes– sino que en armonía con el espacio. Es un sistema complejo que en palabras de Jaime Martínez Luna “expone cuatro campos filosóficos que le elevan a categoría epistémica; a través de una filosofía geográfica, una filosofía comunal, una filosofía creativa-productiva y una filosofía del goce”. Tierra, comunidad, trabajo y fiesta. Aunque moldeada por una visión ancestral y una memoria histórica, es una postura actual frente a los retos de la vida. No impone dogmas sino que busca respuestas a partir de la comunicación. Revindica el conocimiento vernáculo a través de un aprender horizontal en el día a día. Construcción y no imposición del saber.
La experiencia me ha permitido acercarme a las comunidades zapotecas de la Sierra Juárez de Oaxaca, donde el pensamiento de la comunalidad se ha consolidado. Y si bien es difícil explicar un ideal que por su carácter vital escapa al encasillamiento académico, más difícil es asimilar su traducción a prácticas concretas. Pensarse y actuar desde lo común se torna tarea difícil cuando se educa y dirige “desde afuera”. La asamblea comunitaria se enfrenta con instituciones que empiezan en la escuela y escalan hasta el ayuntamiento. Cuando la inteligencia comunitaria es sólida, evita la confrontación y busca usar los medios para el beneficio común. Cuando es débil, las pasiones humanas pueden sumir a la comunidad bajo el peso de la corrupción. Cuando es reaccionaria, se pone en manos de la violencia… Algunos logros con programas para el desarrollo de empresas forestales comunitarias son alentadores. Las radios comunitarias son un logro más trascendente todavía. El caso en la Sierra Norte de Puebla de la cooperativa Tosepan Titataniske (Unidos Venceremos) destaca como ejemplo de un proyecto de organización indígena que ha sabido combinar la producción para el mercado con una filosofía Nahuatl-Macehual. Actualmente la cooperativa incluye a cerca de 35,000 socios, regidos por un sistema de asamblea comunitaria que exporta sus productos a Japón, Alemania y Holanda. Pero aun en estos casos la confrontación es a veces inevitable. Tanto en la Sierra de Puebla como en la Sierra de Oaxaca una amenaza se cierne sobre las comunidades: la expropiación de la tierra. Ya sea para proyectos hidroeléctricos o minería, el decreto de Zonas Económicas Especiales abre las puertas para que la inversión extranjera se llene las manos a costa de extractivismo. Si el zapatismo revivió casi un siglo después de la Revolución, es porque la libertad y la tierra siguen estando en peligro. Porque la sombra de Díaz y Lymantour sigue ensombreciendo a los cultores del progreso.
La resistencia parece indisociable de la comunalidad cuando diferentes modelos de vida se encuentran. El afán de desarrollo y modernidad de la nación –comunidad imaginada– no reconoce el respeto a la naturaleza de la filosofía del pueblo –comunidad real–. Los pueblos zapatistas de Chiapas son la expresión más radical de este choque civilizatorio que en 1994 vio a un pueblo salir de la niebla de la selva y del olvido para denunciar los vicios del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica y del sistema político mexicano. El zapatismo ha cambiado desde su origen bélico, constancia de ello es la Sexta Declaración de la Selva Lacandona. En la llamada Sexta, el pueblo depone las armas para adoptar una acción política y de enlace. Se invita a todos los pueblos oprimidos, a todas las personas descontentas, a todas las minorías relegadas, a las mujeres que no se dejan humillar, a los trabajadores explotados, a los “intelectuales orgánicos”, a caminar juntos. Los zapatistas, desde la humildad, no ofrecen respuestas, buscan un diálogo y compartir ideas que no son recetas. Compartir la experiencia de un pueblo que ha logrado avances significativos al bienestar de sus miembros renunciando al paternalismo y a pesar del acoso militar. La Sexta y sus adherentes son algo así como una “comunidad ampliada”. El zapatismo es digno portavoz de la comunalidad en cuanto nos recuerda que ni toda comunidad es indígena, ni todo indigenismo es comunal. Cuidado con los purismos que ven en la unificación de la lengua una amenaza, pues si bien la reivindicación de las lenguas maternas es una tarea apremiante, sin lingua franca se derrumba la torre de Babel. Cuidado con negar las jerarquías del conocimiento, pues hasta en las comunidades indígenas se reconoce la sabiduría de los ancianos. No se niega el gobierno, sino que se le exige al mando que obedezca. No se niega la sabiduría, se le construye en comunidad.
Recientemente el Congreso Nacional Indígena ha declarado su intención de influir de manera directa en la situación política del país a través de la formación de un Consejo Indígena cuya vocera es una mujer: María de Jesús Patricio Martínez. Mujer e indígena, símbolo del olvido y la explotación en México. Pero la esperanza trae tras de sí el miedo. Si bien el ejemplo indígena es loable, no es el paraíso. Por todos lados se cierran las fronteras de la comunalidad. En principio, el modelo de vida rural cautiva tanto como espanta. El campo y el indígena, cuando no son romantizados, traen a la mente la imagen de la pobreza y la nostalgia. El mexicano, y en gran medida el hombre, teme al sufrimiento y busca con desesperación la comodidad. Esto ha bastado para que se dirijan las más injustas acusaciones contra el CNI, particularmente de los políticos, aun de aquellos que se dicen “de izquierda”. Pero el zapatismo no impone modelos. La comunalidad impele a la construcción del conocimiento desde el ser-estar particular de cada realidad –no sin alegoría llamaron los zapatista a uno de sus caracoles “la Realidad”–. ¿Pero cómo pensar desde el “notros” en una realidad donde se ha impuesto el “yo”? La ciudad es hostil a la comunalidad, y a menos que creamos en un éxodo masivo hacia el campo, hace falta encontrar la salida a nuestro círculo vicioso de individualismo. ¿Es posible crear comunidad dentro de esta jungla gris? ¿Cómo crear unidad donde la tradición ha sido suplantada por lo superfluo? Si partimos del reconocimiento del individualismo del sistema, desde la ausencia de comunidad, la única respuesta parece ser la voluntad. Solo así resolvemos la aparente antinomia entre el pensar desde la comunidad y la voluntad del individuo. Cuando las relaciones sistémicas nos empujan al comportamiento individualista, solo un acto volitivo nos puede animar a la construcción de comunidades dentro del atomismo social. Crear comunidades de individuos que han sido escindidos por la (des)educación y la idiotización masivas es uno de los retos más grandes de nuestro tiempo. Quizá sea EL reto de nuestro tiempo. Sólo después es posible el dialogo y la construcción del conocimiento en comunidad. Colectivos, talleres, grupos de estudio, ferias, hasta una universidad de la tierra… En Oaxaca los espacios se multiplican demostrando que la voluntad liberada tiende a la comunidad. Si bien sobra vocación, hace falta más comunicación para fortalecer las iniciativas. Vencer la apatía y el ensimismamiento para crear una comunidad de comunidades.
Los zapatistas han dado un gran ejemplo de integración con la Sexta. Pero si ocupé anteriormente el epíteto de “comunidad ampliada” para referirme al asunto fue para poner de manifiesto la cercanía con una idea que acaso se rechace por ser “occidental”. Richard Rorty ha defendido una ética que partiendo del reconocimiento de las contingencias –diversidad de la vida– apele a la ironía para construir una solidaridad ampliada. A medida que reconocemos lo parcial de nuestra contingencia seremos más capaces de reconocer nuestra empatía con otras contingencias, forjando así solidaridades. En realidad, esto no es muy diferente a la forma en que se han consolidado los Estados Nacionales, solidaridades ampliadas en fronteras lingüísticas y patrióticas. El problema aparece cuando la solidaridad se forja en una identidad que excluye la otredad, y es más fácil unir a las personas contra un enemigo común que por un ideal. La unidad humana parece lejana y la cósmica un sueño. El respeto a la vida y el fervor ritual que nutre la comunalidad es una guía indispensable para que la construcción de comunidades no naufrague en el sectarismo ni se estanquen en el antropocentrismo, pero ¿es suficiente? Ésta es una de las preguntas que hay que contestar en comunidad. También es verdad que el indigenismo mismo no puede reclamar para sí un purismo. La subjetividad del conquistado es tan moderna como la del conquistador. Si en el origen de la explotación está la Conquista –tautología fratricida, uxoricida, filicida–, la respuesta viene inmersa en el reconocimiento de la modernidad misma de las respuestas posibles, no en su superación por una supuesta naturalidad. El hombre, todos los hombres, somos tanto historia como naturaleza. No hay pues en el pensamiento occidental un enemigo cabal, sino una inteligencia corrompida. Pero también hay deseo de trascender la corrupción. Ya Bartolomé de las Casas había defendido a los pueblos precolombinos, demostrando que el pensar superador de la modernidad puede ser tan moderno como occidental. Nace con la modernidad.
La respuesta de los zapatistas –cuya resistencia inició en el pueblo que lleva en sí el nombre y la memoria de Fray Bartolomé– se traduce en una sentencia: “queremos un mundo en el que quepan muchos mundos”. En verdad, la idea de la diversidad me parece loable y pertinente. Pero en ese mundo ¿también cabe la individualidad? ¿Qué hacer con las mentes que no se ajusten al modelo de la comunidad? ¿Qué hacer con las comunidades que se fundan en la destrucción de la otredad? ¿Cómo ayudar a otras comunidades amenazadas por el capitalismo voraz? ¿Qué hacemos con ese capitalismo? Las preguntas se multiplican y las dudas nos abruman. Pero en ese “nos” está la esperanza. El conocimiento siempre ha sido un acto colectivo, hace falta volverlo comunal. La vida misma es siempre un coexistir con los otros, busquemos el camino para hacer de la coexistencia una convivencia. Hagamos del yo un nosotros, de la voluntad amor y comunidad… Y así, quizá, nos salvaremos de morir sumidos en solitaria individualidad.