Hace unas semanas escribí una reflexión donde empleaba la analogía entre López Obrador y F. D. Roosevelt. Procuré entonces dejar en claro que no había que exagerar la comparación. Sin embargo, el pasado domingo este artilugio retórico se volvió una evocación real por parte del Presidente.
El 10 de marzo Andrés Manuel López Obrador anunció con loas sus “cien primeros días” de mandato. Los primeros oficiales, hay que remarcar, ya que la sensación de excesiva prolongación de este comienzo de sexenio se debe a que inició de facto el 1 de julio de 2018. Lo más que se puede decir, por ahora, es que han sido cien días llenos de contrastes, carente de una clara tendencia más allá de cierto populismo que ha sido al mismo tiempo conciliador con los empresarios, que cancela aeropuertos para construir trenes, que aplica por igual la consulta ciudadana que la decisión centralizada, que propugna la paz mediante policías militarizadas, que combate la corrupción como se clarea para la siembra: quemando el campo para acabar con la mala yerba… en fin, un proyecto que a pesar de todo cerca del 80% de los mexicanos –incluido el ciudadano Carlos Slim– aprueban; situación que se debe, al menos en parte, a que el gobierno anterior fue tan malo que cualquier cosa parece mejor. Lo es.
¿Y la evocación? El 11 de junio de 1933 el New Deal de F. D. Roosevelt cumplió sus “cien primeros días”. Fue el primer presidente en emplear esta marca simbólica para su mandato durante una de sus famosas emisiones radiofónicas. En poco más de tres meses aprobó quince leyes de gran envergadura. Al día siguiente de su investidura decretó el cierre de los bancos y cuatro días más tarde la Ley de Emergencia Bancaria. Se creó la Agencia Federal de Ayuda de Emergencia para combatir los estragos de la crisis financiera, Cuerpos Civiles de Conservación fueron activados para dar empleo a los parados, fue aprobada el Acta de Recuperación Industrial Nacional, etc… Cien días de alivio para una crisis. Cien días que hicieron creer a los conservadores que la sombra del socialismo se cernía sobre los Estados Unidos, cuando en realidad no se trataba más que de salvar al capitalismo de sus propios dislates.
Me permito una extrapolación. En 1937, durante el segundo mandato de Roosevelt el periodista Walter Lippmann publicó un libro titulado “The Good Society”; una crítica voluminosa a las políticas del New Deal que a la postre se convertiría en el fundamento de lo que ahora conocemos, nada más y nada menos, como “neoliberalismo”. A pesar de haber ayudado a los Estados Unidos a salir no sólo de la crisis, la crítica intransigente se mantuvo necia llegando a acusarlo por ser “un traidor a su clase”. Cuarenta años después de su muerte, todavía Ronald Reagan evocaba al fantasma de Roosevelt para desterrarlo de la política norteamericana de una vez y para siempre. Nunca más una Norteamérica “socialista”. Así se gestó la Norteamérica neoliberal.
Hay una lección inmersa en todo esto. En las reacciones conservadoras contra las políticas “populistas” existe la amenaza de radicalizarse. No dudo que haya muchas personas que guarden o la esperanza de encumbrar a un Reagan mexicano que nos salve de ser la próxima Venezuela –viene a mi mente la portada de la revista Time de febrero de 2014, retratando a Enrique Peña Nieto junto al Slogan “Saving Mexico”–. Pero es más probable que terminen apoyando a un candidato al modelo de Bolsonaro, un dictador en potencia, misógino y homofóbico, pero con carisma neoliberal. Espero equivocarme y que se trate sólo de analogías. La difamación y la calumnia son las armas poderosas, más cuando cuentan con la ayuda de intelectuales de alto calibre, y López Obrador lo sabe. Pero es él quien tiene la última palabra. Es él quien tiene el apoyo popular. Si no queremos dar un salto a la derecha, es decir, hacia atrás, más nos vale que la “cuarta transformación” lo sea en realidad.