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08 de octubre del 2016

Manuel de Diéguez —guatemalteco (1922), hispanoparlante de nacimiento— renunció a su lengua paterna y optó por el francés (que en opinión de algunos, es una lengua desahuciada) para llevar a cabo su obra literaria y filosófica.

El mito racional de Occidente. Esbozos de una espectrografía (1997), la editorial española Pre-Textos nos entrega su único libro traducido al castellano.

Dice Cioran, el gran apátrida: “No se habita un país, se habita una lengua. Una patria es eso y nada más”. De Diéguez rechaza la hispanidad como símbolo, pero no como actitud reflexiva. Así, se puede decir de su obra que es sincrética en cuanto a estilo y francesa por lo que al método se refiere. De Diéguez propone un desengaño fortuito, una especie de falta de delicadeza sublime que nos condene a la más pasmosa liberación: la de un mundo sin racionalidad, donde las cosas serían todo, menos lo que son, como impedimento a la voluntad divina y a su lógica que nace de un oscuro pacto entre el lenguaje y el ser.

Por eso De Diéguez nos confiesa, orgulloso: “Mi razón es el Orfeo fracasado de la causa”. Se lamenta por el hecho de haber acogido el ídolo solar, el fetiche civilizador que enajena en una fascinación espectral y guía nuestra voluntad hacia la consecución de una Babel de las evidencias, como progreso siempre estancado. A este proceso de alienación metódica, De Diéguez lo llama “la Certeza”, eso que “hace pasar las abstracciones por los cuernos de las idealidades teóricas, esos pirotécnicos de una ética del universo”.

Nuestra ciencia se construye en generalizaciones disminuidas por su mismo valor explicativo; y es a partir de esas generalizaciones que el científico desea, busca pruebas y seguridades, olvidando que “la regularidad no hace la ley”; se convierte así en un explorador de repeticiones inútiles.

El científico es el mitómano por excelencia; el filósofo no lo es menos. Se trata de los embaucadores de la razón totémica de lo “supremo”, que basan sus trabajos en los pobrísimos esquemas de las abstracciones, de la palabra ciega que detenta y esgrime lo racional a manera de dogmáticos arsenales.

Así, tanto científicos como filósofos sucumben a la tentación de un mundo cuantificable por una ética algorítmica como proposición límite; donde las causas instituyen el encadenamiento lógico y natural de las relaciones necesarias.

Es en este punto donde De Diéguez nos confiesa que la lógica está habitada por la angustia que “nace de las relaciones ambiguas del hombre consigo mismo”. Y esta lógica, como todo presidio, tiene su implacable carcelero: el principio de identidad, que, según De Diéguez, desde Aristóteles ha ido aportando al trágico paso de la nada al ser y del ser a la nada el ubicuo monstruo que llamamos Génesis: un penumbroso fiat lux, que en el flujo continuo de todas las cosas perecederas produce exorcismos intelectuales como baratijas de la cultura para paliar los signos de su propio desastre espiritual.

El hombre occidental es el hombre convencido, el de pensamiento imparcial, objetivo, el que se sabe destinado a la luz o, cuando menos, ungido con una misión vital. Tanto la razón como la fe son sistemas de crédito, garantizados por referentes ficticios. Como lo propusiera Goya en sus caprichos: “El sueño de la razón produce monstruos”. Es, pues, este hombre-monstruo-racional el que objetiviza y totemiza entes de razón en los altares de la lógica, para concluir que el universo, como todo ser vivo, debe consumir, y para tales efectos, justifica el sacrificio que permite sostener la vitalidad e inteligibilidad inerte de lo racional: como una máquina de financiamiento ideal, generadora de sistemas de flujos de endeudamiento mental.

De este modo, los nuevos sacrificadores acreditan los signos visibles de sus hazañas como proezas del género humano, en las cuales los brujos del espíritu de la posmodernidad, los académicos, intelectuales y científicos, dispensan la liberación por la lucidez.

Así, las estructuras silentes de la naturaleza repugnan y desconocen nuestras matemáticas, que están hechas para conocer sin comprender. De aquí devienen las ideologías charlatanas y los grupúsculos de poder que las erigen como entidades legendarias de la inteligencia de una sociedad con “buena salud” y “madurez conceptual”.

Para De Diéguez nuestra inteligencia ha abandonado ya los lugares de sus victorias y se dirige a la más onda de las negaciones: la misericordia. Una negación que tiene su locura propia y cuyo ethos es el vacío y la nada. Quizás una advertencia heracliteana.

No cabe duda que la pequeña parte de la obra de De Diéguez que ha sido traducida a nuestro idioma, nos muestra la potencia crítica de los moralistas franceses como La Rochefoucauld y, a la vez, la aguda ironía, la temible honestidad de su compatriota Miguel Ángel Asturias, quien nos dice esto sobre la condición racional del hombre: “Los espejos son como la conciencia. Uno se ve allí como es, y como no es, pues quien se ve en lo profundo del espejo trata de disimular sus fealdades y arreglarlas para parecer a gusto”.

¿No es acaso la mente un espejo que sólo refleja lo que queremos ver? De ahí parte la crítica de De Diéguez hacia los sistemas probatorios y de crédito del principio de identidad sobre el que fundamos la razón, ese tótem embaucador que hace pasar a la imagen por el trance explicativo de los patrones sistematizados, con el fin de organizar verdades cerradas de exclusividad y privilegios; y luego, a golpes hermenéuticos, como lo hiciere un clochard a golpes de vino tinto, impone esas verdades como objetos de razón universalmente válidos.

He ahí la gran caricatura del logos; la momia de un dios mutilado que no muere sino que vive una diáspora cosmológica, en la que el ser humano deambula, como una hoja seca, a los caprichos del viento. La voluntad humana es el chantre de esa causalidad artificiosa y superflua que se ha instaurado hito y medida de todas las cosas, en la que congregamos una realidad integral falsificada.

Frases
J.M. Lecumberri
  • Escritores invitados

Berriozar, 1981. Escritor y filósofo. Fundador de la casa editorial Ediciones y Punto, y miembro del colectivo Los Filósofos Malditos. Su más reciente publicación es Esquizófrasis

Fotografía de J.M. Lecumberri

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