Nacemos con una potencia de carácter. En la medida que vamos creciendo, el mundo y la realidad que vivimos se encargan de instruirnos la crueldad o la generosidad–en sus respectivas gradaciones– de la conducta del ser humano: compleja, ambigua, idealista. La llamada “condición humana” que creemos comprender bajo las propias experiencias subjetivas de lo que es el mundo, el ser humano y el destino, son apenas preámbulos imprecisos de una realidad que no podemos abarcar con la conciencia. De ahí que cada persona se diga a sí misma “este es mi punto de vista, mi idea”. Para quienes la vida es un pendular entre deseos inconclusos e insatisfacciones materiales, acompañados de desengaños y abismos inconmensurables, ésta toda parece no tener sentido. El mundo, según esos estados pesimistas, no tiene sentido, porque la vida que llevamos carece de él. Si aquélla tuviera un sentido, entonces el mundo lo tendría. Para quienes viven en el pasado y rumian sus desgracias (lo mal que se encontraban) o sus bienestares (lo bien que se encontraban), el presente se manifiesta como lo único a lo que pueden aferrarse con seguridad. Muchos huyen de él aniquilándose a sí mismos, pues una perpetua melancolía arrastra con su cauce los ánimos vitales a un pozo de lodo que termina ensuciando la realidad. A veces sentimos lo contrario: el éxtasis de vivir cuánto queramos y cómo queramos despierta la conciencia de que la vida sólo tiene sentido si le buscamos uno. “La peor de las perdidas –le dice Séneca a Lucilio en la carta ‘Del uso del tiempo’– es la que ocurre por negligencia propia […], se emplea considerable parte […] en obrar mal, mayor aún en no hacer nada, y toda en hacer lo contrario de lo que se debía”.
Yo no he vivido mucho de lo que he planeado, sino que he ido comprendiendo que mis planes son secundarios sin una voluntad firme, mientras que el ritmo de los aconteceres, los sentimientos de odio o felicidad, me arrastran al río del devenir. Aprovechar las oportunidades o rechazarlas depende de una fuerza de descernimiento que compromete el devenir. Un día despertamos con la firme convicción de que queremos cambiar la realidad, pero la vida que llevamos sigue siendo igual de simple, chillona, mediocre y negativa que la del día anterior. Un estado de ánimo así, tan libremente irresponsable que no puede consigo mismo no podría mover ni siquiera una piedra de este planeta; una vida así, tan libre y enajenada de un ente superior que haya planeado un telos a la existencia, del cual dudamos que sea posible puesto que recurrimos a la falacia de que existe el mal pudiendo existir sólo el bien, niega la posibilidad de su propia trascendencia. A veces amanecemos convencidos de que queremos hacer la tarea que Dios dejó mal, según los pesimistas, y nos pasa una desgracia: nos muerde una víbora y morimos, nos atropella un borracho deprimido por que lo abandonó su familia, nos saca las entrañas un adolecente drogadicto, o nos suicidamos poco a poco en el aburrimiento de la cotidianidad. Realmente los planes vitales están sometidos a un frágil devenir que se pierde con otros devenires subjetivos, con accidentes y fenómenos que no están en nuestras manos poder controlar. Es casi seguro que nadie haya vivido lo planeado. ¿Nos someteríamos así a un decálogo de máximas a priori que dicten la moral? En un aforismo de Ese maldito yo, Cioran, ya anciano, dice: “Esta mañana, tras haber oído a un astrónomo hablar de miles de millones de soles, he renunciado a asearme: ¿para qué seguir lavándose?”. Uno frente al universo es insignificante. Nos consideramos todo, el centro del universo. Frente a los inciertos universos, las ambiciones y los sueños se desvanecen, como el polvo que hace volar el viento, como la risa que precede a la desgracia, a la locura. Sin embargo podemos ser vanidosamente complacientes. El orgullo del artista de la felicidad estriba en su sabiduría para ver los abismos del orgullo. Si la sabiduría y la felicidad son las máximas aspiraciones humanas, éstas deben nacer por un fuerza de voluntad que concretice una sobrevivencia en los abismos del ser. Los accidentes, los fenómenos, los llamados azares, forjan el carácter y ponen aprueba la voluntad. Los planes para una vida dichosa son sumamente frágiles. Es por eso que tomársela tan enserio sin saber bien por qué, suele amargarla. De ahí que de vez en cuando la risa y el humor aparezcan, cuando todo ya se ha ido y no podemos hacer nada. El filósofo Demócrito reía como un loco por la sensación de que el mundo que le rodeaba era motivo de risa y diversión; se sacó los ojos, se dice, para contemplar mejor lo existente. Reír del pasado, de los fracasos y las aspiraciones, despierta el entusiasmo de un humor alegre por sus progresos o una amarga sensación por los sufrimientos acumulados. Decía Cioran que quien quiere matarse, si todavía puede reír, se encuentra salvado. No recuerdo ahora donde leí que los amigos pueden ser infieles; los enemigos nunca lo son. No queda más, entonces, que empezar con uno mismo: no seamos nuestro propio enemigo. El humor, esa facultad humana que hace de los problemas más graves motivos de risa, y que en momentos serios parece impertinente, lo es todo para sobre llevar los azarosos pesares. El ser humano es el único animal que ríe y llora; y el único que puede burlarse de sí mismo, hacer escarnio de sus debilidades o de los tormentos ajenos con tanta saña que linda con la crueldad y la humillación. Lo cierto es que no podemos agradarle a todos, ni todos nos agradan.
Hace unas semanas la NASA anunció un sistema solar a cuarenta años luz de la Tierra. Si hay seres pensantes en otros sistemas, ¿tendrán un mejor sentido del humor que nosotros? ¿También ellos se considerarían el centro del universo? La ciencia ficción, en sus proyecciones de los extraterrestres que llegan a la tierra, dibuja a uno seres viscosos, hambrientos y poco gentiles al trato humano: insectoides parecidos a la mantis religiosa. La pregunta es: ¿cómo les pareceríamos a ellos?