Hay otra ciudad dentro de esta ciudad. Hay muchas, en realidad. Los pasos de mi vida me han traído a ésta, enorme y contenida, joven y antigua, pública y oculta, orgullosa y universitaria. Casi nadie camina. Caminar es una invitación a pensar. Hay que caminar despacio, como los sabios.
La prisa se ha apoderado de este oasis. Los rostros reflejan prisa. Las miradas están llenas de ansiedad. Los cuerpos chocan y se estorban. Enjambres vienen y enjambres van. El metro vomita prisas y traga hartazgos. La cortesía se vuelve un desuso. Los vicios de la ciudad, de la gran ciudad que se ha tragado esta casa universitaria, se han colado en cada alma. El tiempo es siempre escaso para los que no lo saben usar. ¿De qué escapan? Del silencio y la soledad. Yo huyo de un ritual y de un olvido.
Hay que caminar para recuperar el silencio. Caminar por los caminos cerrados. Salir de la brecha para encontrar los paisajes olvidados. Caminar sobre el lomo de la serpiente de roca ígnea. Cruzar espacios escultóricos que alargan la jornada. La línea recta no es la distancia más corta cuando se buscan la paz y los recuerdos. Desviar la marcha para encontrarse con las pesadillas de Anish Kapoor. Dilatar los pasos para escuchar los ecos de la sala Nezahualcóyotl. Los rincones ocultos son temidos. El odioso tumulto ofrece su abrazo a las almas apresuradas. Autobuses empaquetados como latas de sardinas. Carreras frenéticas por llegar ¿a dónde? Quien ansía la llegada ha perdido ya el camino.
Hace tiempo soñé con estudiar en estas aulas. Trece años más tarde, heme aquí, descifrando los gestos del rostro de Tláloc sobre la fachada de la Biblioteca central. Interpretando el texto que Juan O’Gorman inscribió con mil piedras. Recuperando el tiempo que me han robado las distancias y la mala planeación urbana. Hace falta ser un poco vago para soñar. Sueño con la serpiente. Platico con los ángeles. Me intimidan el águila mexicana y el cóndor andino. Me hundo en un átomo. Lloro la caída de Cuauhtémoc. Bebo la sangre de Cristo. Veo levantarse juntos el sol y la luna. Siento el bien y vivo el mal. Soy el amor y soy el infierno. Soy la dualidad. Soy el plus ultra…, humo de mariguana me devuelve al mundo.
Hay algo que no encuadra con los ensueños. Un fantasma recorre los pasillos de nuestra universidad. Camino con calma para observar. El cinismo con que las drogas se distribuyen en los jardines me estremece. No son las drogas; lo inanimado no me conmueve. Tampoco soy purista, creo en la libertad –la mariguana es, no obstante, el menor de sus problemas–. Son los hombres y sus rostros llenos de malicia. Son los alumnos y sus conversaciones innocuas. Es la confabulación y el engaño. Las vistas gordas ante la corrupción. La autonomía parece una farsa. Tres muertes hicieron falta para que se advirtiera lo evidente: las mafias controlan la Universidad. Hay muchas, en realidad. A todas se les tolera; algunas dirigen, otras obedecen. Algunas vinieron de fuera, otras nacieron adentro. Algunas distribuyen drogas, otras se aferran a cualquier despojo de poder. Ya no es un oasis, es un espejismo, un reflejo de nuestro país. La muerte es un síntoma de un México enfermo.
La libertad es autogobierno, es autonomía. ¿Quién gobierna la Universidad? El individualismo hace de las comunidades ficciones. El miedo hace de la esperanza un sueño… ¿Qué nos queda? El espíritu. No carece de talento este espacio. Algunas de las mentes más brillantes de nuestro país y de fuera están aquí. La juventud más pujante se abre paso entre las masas conformistas. Hay cátedras que avivan el fuego del espíritu. Maestros que educan la mente y el alma. La Universidad sufre de amnesia. El espíritu es memoria. Memoria de un pueblo y voluntad vital. Hace falta honrar la memoria de José Vasconcelos. Despertar de la larga noche de opresión. No nos queda nada y sin embargo lo tenemos todo, pues el espíritu, como tu nombre, es inmortal.