Sayyid Qutb, el escritor y activista islámico e ideólogo de la Hermandad Musulmana en Egipto, afirmaba que el colonialismo había minado las bases de sus sociedades y acabado con los fundamentos de asabiyya —entendiendo esta expresión como referente a ideas ceñidas a la soberanía y jefatura suprema como unidad nacional. La siempre necesaria solidaridad dentro de un pueblo. Este reclamo me llama la atención, sin pasar por alto la condición de quien lo esgrimió, debido a que se refiere a los países árabes y las circunstancias que tuvieron que pasar sus sociedades, y siguen pasando, en virtud de la hegemonía, a veces formal, pero siempre material, de las potencias mundiales. Una hegemonía motivada por el insaciable apetito económico, que procura el dominio de los recursos naturales, estén donde estén y los tenga quien los tenga, además de la explotación de los seres humanos que conforman sus sociedades y las capas más desfavorecidas de esos países.
Una de las maneras más lacerantes en las que los países ricos terminan subyugando a los pobres es minando los valores que les dan identidad, orgullo y dignidad a las naciones. Establecen la idea permanente de superioridad, y buscan dejar en claro que se trata de una superioridad en todos los rubros: no sólo en el cultural, intelectual, militar, tecnológico, etc., sino también en aspectos tan aparentemente banales como el entretenimiento, la vestimenta y demás cuestiones que permean en la cotidianidad. De esta manera a la gente le termina quedando claro, hasta en el plano del inconsciente, quién es el mandón, a quién hay que emular y respecto a quién hay que uniformarse. Son particularidades que van anulándose para que el individuo se pliegue a la masa y se vuelva invisible.
Mientras no demos los pasos evolutivos que tanta falta nos hacen como especie, en el plano material seguiremos padeciendo el determinismo de la ley del más fuerte. Me parece que el llamado Derecho Internacional es más un ornamento falaz dentro de la dinámica entre los gobiernos a nivel global, que un elemento material con atributos de plena eficacia. Y no lo menciono pensando solamente en casos como la invasión a Irak por parte de Estados Unidos y sus aliados en 2003, y antes la de Afganistán, eludiendo los protocolos de la ONU, o la más reciente toma de Crimea, llevada a cabo por Rusia. Es evidente que se trata de hechos que laceran de manera importante a la humanidad y dejan en ridículo a los defensores trasnochados del mero formalismo.
Hans Kelsen, eminente e influyente jurista de la centuria pasada, establece dentro de su obra cumbre, Teoría pura del Derecho, que el Estado, como órgano de Derecho Internacional, es sólo una expresión figurada para el orden jurídico estatal, al momento en el que éste se encuentra con el plano global y con los aparatos jurídicos internos de los demás Estados. Las palabras del jurista austriaco me ayudan a reforzar mi posición: el Derecho Internacional me parece más una ficción jurídica: tomo en cuenta tanto la inexistencia de entidades supranacionales que tengan de manera efectiva y formal atributos coercitivos, así como la subsistencia de la plena soberanía de los países que integran la Comunidad Internacional. Aunque esa soberanía, hablando sobre todo de los países pobres, sea más de nombre que otra cosa. Digamos que un país es tan soberano, en el plano material, como el número de ojivas nucleares que posea en sus arsenales.
Los únicos medios verdaderamente eficaces, dígase lo que se diga de los tratados y protocolos, para darle verdadera coercitividad a ese llamado Derecho Internacional, son la sanción económica y la guerra. Por eso Max Stirner sostuvo en El único y su propiedad que el Derecho se deriva de los intereses de propiedad, en la medida en que el propietario del sitio en el que se aplica tiene la fuerza para hacerlos valer. Por consiguiente, el cacareado Derecho Internacional es un caos. Cada país tiene su interpretación del mismo y la fuerza de cada uno siempre será limitada. Las organizaciones internacionales se han creado como acuerdos entre países, pero por sí mismas no tienen la capacidad de hacer que dichos acuerdos se respeten a cabalidad: quienes pueden los desechan con grosero cinismo, y quienes resultan afectados sólo pueden utilizar estas organizaciones para ir a "quejarse", sin que tenga mayores efectos. Ahí también notamos la dictadura (¿o tiranía?) del dinero, ya que hasta algunas de las rimbombantes y famosas organizaciones no gubernamentales, supuestamente defensoras de los Derechos Humanos a nivel global, omiten incluir dentro del blanco de sus críticas a los regímenes de las potencias mundiales. Como suelen decir los niños bien, "hay niveles".
Pero, ¿realmente tenemos en países como el nuestro plena soberanía? Más allá de cómo los países subyugan a otros, critico cómo dentro de los mismos países la llamada soberanía es una falacia. Nuestra Constitución, en su artículo 39, establece: "La soberanía nacional reside esencial y originalmente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene todo el tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno". Me parece que es bueno como ideal, pero no pasa de ser un elemento más en la lista de buenos deseos. Esto lo traigo a colación al tiempo que leo el libro Teoría del Estado, de los juristas mexicanos Miguel García y Moisés Smeke, ya que mencionan que el Estado, para considerarse como tal, debe por necesidad subsumirse a un "orden jurídico". Una autoridad no debe considerarse soberana si no está sometida a la Constitución.
A mi parecer, el poder efectivo en principio se contiene a sí mismo, sin obviar el mero formalismo del monopolio de la fuerza, que sigue en el terreno del "deber ser". Intento referirme a la capacidad real de hacer valer sus determinaciones por medio de la fuerza. Si un régimen supremo decide no someterse a mandato legal alguno, no hay quien pueda volverlo a su cauce, a no ser que se presente una revolución violenta o una invasión extranjera. Por eso insisto en que continuamos dentro de la ley del más fuerte. El Derecho es un instrumento mediante el cual —es algo histórico— los poderosos controlan al vulgo: lo encarrilan, encausan e intentan ordenar con la firme intención de que los dominios de los amos corran el menor riesgo posible, y se tenga la certeza de no ser molestados. Si el pueblo roba, agrede y asesina, que sea entre sí, nunca hacia arriba.
Por ese motivo me parece que los bandos se colocaban en los muros exteriores de los castillos y palacios: jamás hacia el interior. No es a través del resentimiento y el encono como podremos salir adelante, sino por medio de la evolución; no sólo puramente racional, sino emocional: domar nuestros propios impulsos y tender hacia la empatía y la solidaridad potenciando el espíritu.
El crecimiento debe generarse desde los cimientos, desde las bases sociales: a partir de lo más profundo del pueblo, comenzando con los condenados a las sombras y al silencio. Hay que entender que no llegará un salvador a tirarnos del brazo. No se trata de una ruta de escape, sino de redención.