En otros lugares, debes escribir este poema
como si ya estuvieras muerta,
como si nada más pudiera hacerse
o decirse para salvarte.
En otros lugares debes escribir este poema
porque ya no se puede hacer nada más.
Margaret Atwood
Historias reales
Vivimos tiempos difíciles. Crisis recurrentes, desapariciones forzadas, feminicidios, reformas políticas que ahogan la economía y los derechos laborales de la sociedad mexicana, censura y coto a la libertad de expresión, y otros tantos abusos de poder que han convertido a nuestro país en un escenario fragmentado por la corrupción, la incertidumbre y el miedo colectivo. Frente a este estado de cosas, la literatura vuelve a ser un punto de observación privilegiado desde donde se arriesgan los cuestionamientos y las reflexiones que incomodan o ponen en entredicho la “normalidad” de una existencia opresiva y absurda, y dejan ver la urgente necesidad de nuevas propuestas en el terreno de las ideas y de las formas de convivencia y de vida. No son pocas las ocasiones en que la literatura ha sido visionaria de circunstancias sociales que, pasado un tiempo, se hacen realidad con pasmosa evidencia. Otras veces, como punto de mira nos ha permitido darnos cuenta de los vaivenes de la historia y de cómo éstos, con frecuencia, son repetitivos y nos dejan ver la ceguera y la necedad en las que el ser humano insiste. La relectura de obras pertenecientes a otras épocas igualmente convulsas, resulta revelador de todos estos aspectos y, sobre todo, nos dan idea del imaginario colectivo mexicano y su paso por la historia a través del lente singular de la ficción. Un ejemplo es la obra de María Luisa Puga, escritora mexicana perteneciente a las décadas de los setenta y los ochenta, años de severa inflación, devaluación, deuda externa y crisis de salarios.
Puga fue una de las narradoras más destacadas de una generación que integró a escritores como Guillermo Samperio, Héctor Manjarrez, Silvia Molina, Carmen Boullosa, Juan Villoro, David Toscana, Luis Arturo Ramos o Marta Traba, y desde hace un par de años ―debido principalmente a la reedición de sus novelas por parte de la editorial Siglo XXI― su obra ha vuelto a ser objeto de interés ya que en ella abordó temas que pueden resultar significativos para un público actual más amplio, demandante y con necesidad de revisar y comprender los relatos que han configurado la historia sociocultural y literaria de México.
Escritores, críticos y amigos suyos como Rosa Beltrán, Nora Pasternac, Federico Patán o Silvia Molina reconocen que la devoción de Puga por la escritura fue innegable y que a la postre sería el lugar donde ella expresaría inquietudes que partían del plano personal pero que iban encaminadas hacia una ficción que reflexionó sobre el individuo como sujeto social y político. “Tal vez pertenece a ese grupo de viajeros que Todorov califica de ‘alegoristas’, gente que ‘habla de un pueblo –sobre un problema que concierne al mismo alegorista y a su propia cultura’”1, señala Federico Patán sobre la escritura de Puga, aventurando la posibilidad de que fuera ésta su manera o su intento de encontrarle un significado a la vida.
Por su parte, Rosa Beltrán declara en uno de los artículos más recientes sobre la autora, que el tema de la identidad se convierte en una obsesión para Puga: “La necesidad de saber quién es uno, quiénes son los que nos rodean, hasta dónde lo nuestro es realmente nuestro y hasta dónde es algo erigido por las necesidades de los demás”2. No obstante, Puga lleva más allá este “único tema” al que alude Beltrán, cubriendo un amplio espectro de asuntos como: las distintas formas de exclusión social, el desarraigo, la orfandad, el individuo como sujeto político, los cuestionamientos y límites que de ahí derivan, la Ciudad de México, la muerte, o el dolor y la enfermedad, y que vieron su expresión en géneros como la novela, el cuento, la crónica, el ensayo, el diario y la literatura infantil, bajo títulos como Pánico o peligro (1983)3, Antonia (1989)4, La forma del silencio (1987), Crónicas de una oriunda del kilómetro X en Michoacán (1995), Inventar ciudades (1998), Inmóvil sol secreto (1979) y Accidentes (1981)5, Nueve madrugadas y media (2002)6 y Diario del dolor (2004)7. Entre muchos otros, Puga llegó a sumar alrededor de veinte publicaciones, conjunto por el cual recibió en 1996 el Premio Juan Ruiz de Alarcón; no obstante, resultan difíciles de conseguir, de ahí el acierto de Siglo XXI de reeditarla.
Hay que apuntar el hecho de que Puga no fue afecta a participar de las tertulias y los encuentros públicos de escritores, y que decidió abandonar la ciudad de México —donde nació y, como sabemos, centro de la vida cultural del país— para radicar en Zirahuén (una provincia de Michoacán), dos factores que seguramente contribuyeron a la poca atención que se le dio a su narrativa. La reedición en el 2015 de los primeros cuatro títulos de la autora ha significado una valoración muy oportuna pues en palabras de Elena Poniatowska, “siempre hay una tendencia a eliminar a las mujeres”. Poniatowska celebró esta iniciativa y expresó su deseo de que se publiquen los diarios de Puga, testimonio de su grafomanía (suman alrededor de 187 cuadernos), en donde vertió sus reflexiones sobre la vida en otros países, el acontecer mexicano del que fue una crítica observadora y acerca de la escritura, su centro existencial.8
Puga recorrió varias ciudades del país, principalmente del norte, así como algunos países de Europa9; vivió durante diez años en Kenia trabajando para la ONU; fue militante del Partido Comunista; trató en diversos foros y escritos el tema del rol de la mujer en la sociedad y en la literatura; abordó los problemas ambientales derivados de la ignorancia, la indiferencia y la compulsión consumista a la que orilla el capitalismo, así como cuestionó la política cultural y educativa dado su conocimiento de las deplorables condiciones en que se hallan muchas comunidades de la provincia mexicana. En este último aspecto, contribuyó positivamente con los talleres literarios que impartió durante muchos años en Zirahuén a niños y adolescentes. En suma, tuvo una clara conciencia de su papel como escritora; es decir, alguien que escribe, no alguien que figura en la escena literaria. Desde esa visión creativa, los temas que eligió, los personajes que creó y las actividades a las que se dedicó la convirtieron en una narradora particular a la que le sigue faltando una lectura de indagación estética, pues ha sido analizada sólo desde un perfil sociológico. A través de una prosa transparente, lúcida, que busca el significado preciso y comunica la idea sin adornos, Puga reconoce la situación social de la mujer como un tema literario imprescindible y sus protagonistas10 se cuestionan y expresan varias preocupaciones sobre su quehacer en el mundo, o se enfrentan con su identidad (escindida, inmadura o ajena) a raíz de las relaciones que entablan o al tomar decisiones arriesgadas con las cuales reivindican valores que van más allá de su ser individual.
―Sí, claro que te estoy hablando en serio Chris. Toda una noche de hablar para poder darme cuenta de que es en serio. El arrepentimiento de haberte dejado va a ser parte de ese presente que me voy a hacer en Nairobi. Todo va a ser parte. Y claro que me da miedo, me da pánico, pero quiero que te vayas. Déjale la felicidad a los que pueden. ―Yo puedo. Yo podría. ―Pero yo no. Yo así no.11
No obstante, Puga hizo distinciones importantes respecto a las posiciones ortodoxas del feminismo y su postura para asumirse como escritora, en una entrevista que en 1999 le hizo Gabriella de Beer:
Es muy obvio ahora que, al inicio, la temática de las escritoras se centraba en el feminismo, la rebelión de las mujeres, la emancipación de la mujer, pero poco a poco fueron ampliando sus temas literarios. Utilizaban mucho la identidad de la mujer como uno de sus temas, pero ya no para defender a la mujer sino para tratar temas que no habían sido explorados en la literatura.12
Un breve repaso de los setenta y los ochenta nos deja ver que somos herederos de los grandes conflictos y los nuevos paradigmas culturales que esos años atestiguaron. Se dieron afirmaciones nacionalistas y rebeldías contraculturales a nivel internacional de las cuales México no se mantuvo ajeno. El carácter plural, heterogéneo hasta el límite del caos y con una marcada intención de apertura y socialización en aquel panorama cultural es una de las claves para entender las búsquedas creativas mediante el lenguaje y la elección de temas, que los escritores emprendieron entonces (María Luisa Puga entre ellos) y que desembocaron en los paradigmas actuales. La música (rock, punk, jazz), el arte popular, las artes gráficas, el teatro13, el cine14 o la historieta15, darán cuenta de los procesos de modernización y urbanización en que el país se ve sumergido y que implicaron cambios drásticos en la forma de concebir el espacio urbano, la discusión política, la expresión popular o el mundo indígena16, llevando a relecturas e interpretaciones de diversa índole por parte de músicos, artistas plásticos, antropólogos, sociólogos, escritores.17 Fueron décadas de auge para los estudios culturales y el posmodernismo18 mientras hacían su aparición nuevos problemas sociales como la migración, la crisis ambiental, la explosión demográfica o el ambulantaje. Se hablará abiertamente de multiculturalidad, diversidad sexual, feminismo, y crítica y teoría poscolonialista, y hubo un impulso por ampliar o democratizar los espacios de la cultura, que hoy experimentamos a través de las redes sociales. En aquel momento, varios ejemplos destacados se dieron entre la literatura y los medios de comunicación masivos: se fundaron diarios como Unomásuno y La Jornada, en 1984; se abrió el canal Once del Politécnico y se destacaron suplementos culturales como Sábado, México en la Cultura de la revista Siempre! (donde aparece la célebre sección de Monsiváis, “Por mi madre, bohemios”, que después se trasladó a La Jornada), el Seminario de Novedades de José de la Colina y la revista Nexos. Son años en que el género de la crónica tuvo notables aportaciones desde distintas disciplinas y donde la ciudad de México vuelve a ser objeto de estudio y fascinación por parte de fotógrafos (Héctor García, Fabrizio León, Yolanda Andrade), cronistas (Hermann Bellinghausen, Cristina Pacheco, Aquí nos tocó vivir), escritores (Carlos Monsiváis, Días de guardar, 1970, Los rituales del caos, 1995); Jorge Ibargüengoitia; José Emilio Pacheco y su “Inventario” en la revista Proceso, sobre la cual Vicente Leñero escribió la crónica de su origen, Los periodistas, por ser un momento crucial de la censura gubernamental, y que hoy resulta similar a casos actuales que han afectado a documentalistas cinematográficos, como el director de Presunto culpable (2008), Roberto Hernández, o a los periodistas y reporteros asesinados en Veracruz, Guerrero y en los estados del norte del país. En la reflexión intelectual y en la creación se advierte tanto la presencia aún viva del pensamiento marxista como las marcadas divisiones que acusaban las clases sociales, sus avatares, contradicciones, lenguajes y símbolos.
Entonces se me ocurrió que en realidad estábamos todos solos, y todos fingíamos que nos conocíamos y nos sentíamos consolados porque teníamos amigos o amores que nos estaban viendo existir, pero en el fondo nadie se preocupaba por conocer al otro.19
¿Cómo se inserta María Luisa Puga en esta nueva escena literaria? La distancia que tuvo al haber vivido casi diez años lejos de México, le permitió tener una perspectiva crítica de muchas poses ideológicas o artísticas de la izquierda mexicana, del feminismo, de las rebeldías de ocasión. Quizás el máximo gesto rebelde de Puga haya sido darle la espalda a la capital y vivir en provincia. Sus personajes buscan su lugar en un México plagado de grupos y mafias culturales. Como los onderos, hizo uso de coloquialismos y se interesó por temas cotidianos o marginales, pero a diferencia de ellos, se distinguió por la pulcritud de su prosa, su ironía fina y su adjetivación sobria. Su atención estuvo puesta en las problemáticas de la gente común perteneciente a la clase media y media baja (burócratas, oficinistas, secretarias, repartidores, estudiantes, militantes, profesores), en cómo construyen su identidad, bajo qué determinantes sociales, y qué lenguajes los relacionan entre sí. En Puga, el tema de la otredad se despliega a través de la reflexión sobre el papel de la memoria, la existencia vivida en aras de la ficción y las condicionantes que provoca el desarraigo. El diálogo en su obra no es sólo un recurso fictivo, sino un punto de reflexión sobre la otredad, la legitimación de la autoridad y los lugares de exclusión y victimización: “en los diálogos es donde verdaderamente oyes tu propia voz y sabes más del otro oyendo su voz que conociendo su historia”. 20En novelas como Antonia, Pánico o peligro o Las posibilidades del odio, así como en sus Crónicas del kilómetro X en Michoacán, la escritora presenta personajes que se debaten en el decir, en el cómo expresar, en el uso de un lenguaje para una realidad que los rebasa. Puga coincide con las nuevas corrientes de pensamiento a que dieron lugar las transformaciones sociales en el mundo, reconociendo que la realidad se había complejizado y el discurso dual de la modernidad se estaba viendo superado.
La investigadora Erna Pfeiffer habla de “conciencia descentralizada”21 al referirse a las búsquedas narrativas de Puga, advirtiendo que las atraviesa un compromiso ético insoslayable para la autora, además de contribuir a la descentralización de temas y espacios que la capital prácticamente había monopolizado. Como he explicado, este interés se corresponde con el espíritu de la época, que volteó a ver los márgenes desde una preocupación social, explorando temas que aparentaban pertenecer sólo al ámbito político, antropológico o histórico. En toda la obra de Puga, los resabios del colonialismo en África; las marcas psicológicas del exilio; la metaficción; las variaciones y recurrencias discursivas que se advierten en el uso que hace de los lenguajes cotidianos o la exploración que emprende de las marcas lingüísticas que deja el dominio idiosincrático en espacios y niveles distintos, son temas que reflejan su preocupación expresa por el papel que tenía como escritora en un mundo que cambiaba cada vez más rápido. En esta búsqueda disgregada y polifacética coincidieron escritoras mexicanas como Bárbara Jacobs, Aline Pettersson, Margo Glantz, Amparo Dávila, Carmen Boullosa, Ethel Krauze, y muchas más que exploraron, con mayor o menor fortuna, las sendas del lenguaje desde un punto de vista propio y distinto. Si algo caracterizó a esta nueva generación es la distancia que tomaron de sus compañeros y de sus maestros; el mundo se había abierto de tal forma, que era inútil transitar los mismos caminos. Silvia Molina recuerda que, a diferencia de generaciones anteriores, no provenían de familias adineradas ni tuvieron los privilegios de becas o apoyos del gobierno, como fue el caso de la Ruptura. El panorama cultural se estaba abriendo y había dejado de ser garantía conocer a alguna figura o maestro y pertenecer al círculo:
No pertenecíamos a ningún grupo ni publicábamos en torno a una revista o colaborábamos en un periódico. Escribíamos al mismo tiempo que vivíamos de ser correctores de estilo, de dar clases, de ser editores, incluso de tener alguna otra profesión y ejercer la escritura a deshoras. María Luisa, por ejemplo, había sido correctora de estilo en Novaro antes de irse a Europa, y a su regreso había entrado a trabajar en Siglo XXI, la editorial que la había publicado.22
Con ese espíritu común y una autocrítica sin concesiones, María Luisa Puga escribió Las posibilidades del odio, revelando su determinación por entender a México, la complejidad del ser humano, su propia individualidad y los alcances del lenguaje. La novela, dedicada al escritor kenyano Ngugi Wa Thiong’o,23 está dividida en seis capítulos que se pueden leer como relatos independientes. Entre cada uno, la autora inserta una síntesis de información cronológica de la historia política de Kenia que dan cuenta del proceso de colonización y posterior descolonización de este país del sudeste africano. En cada historia, el protagonista ―un nativo o un extranjero que se encuentra en la capital ya sea por motivos de estudio, trabajo o algún viaje turístico― se convierte en un observador de paso que, sin ser consciente al principio, sin preverlo o sin desearlo, no saldrá inmune al conocer o participar de los modos de convivencia que kikuyus, británicos, masai, negros o asiáticos construyen en territorio africano en un periodo de transición particularmente difícil. Con habilidad y haciendo uso del discurso indirecto libre, del monólogo interior, del soliloquio, entre otros recursos discursivos, Puga logra una voz narrativa imparcial que testimonia las identidades enfrentadas en el habla cotidiana, en los tratos y maltratos manifiestos o soterrados, en las expectativas, necesidades, racismos y miopías ideológicas que cada personaje exhibe o reivindica a expensas de los otros:
Sencillamente no se iría y eso era todo. Defendería lo suyo y moriría si fuera necesario, aunque, francamente, todo ese asunto de África para los africanos no era que lo inquietara mucho. Era más palabrería que otra cosa. Era por Sudáfrica más que nada, y él, no cesaba de repetirlo, y a veces en voz alta, en sitios públicos lo diría si fuera necesario, estaba totalmente de acuerdo en que los blancos no podían seguir dominando (la verdad era que cada vez que hablaba con un sudafricano ―que son gente decente en el fondo, sólo que tercos― se sentía muy incómodo cuando a éste le comenzaba a salir el odio. Y es que no lo ocultaba, son increíbles. En cierta forma son valientes ¿no creía?) Pero qué situación tan desafortunada en realidad. Él los comprendía. Después de todo habían trabajado tanto y tan bien. Cómo iban ellos a saber que a la larga los morenitos esos iban a pedir la independencia.24
En su novela, las historias de Nyambura, José Antonio, Jeremiah o el mendigo (uno de los relatos más celebrados) se configuran y adquieren sentido a partir de los desplazamientos que emprenden de manera aparentemente voluntaria o evidentemente forzada ―sea por las demarcaciones y apropiaciones del territorio, por algún encuentro fortuito, una herida interior que no deja de sangrar, una necesidad laboral, una desdibujada promesa de superación o por circunstancias sociales que ponen en jaque una libre toma de decisiones personales. A partir de ahí, somos testigos de la despersonalización de quienes, en algún punto de su viaje y muchas veces sin ser conscientes de ello, se confundieron hasta el anonimato con el paisaje de concreto de las banquetas, con la informe masa de piernas y zapatos que erigen su indiferencia alrededor de los caparazones vacíos que se arrastran por las calles, como el mendigo, rodando atropelladamente y atropellados por quienes corren, huyen u ocupan esos territorios inciertos e infértiles a donde han sido arrojados.
El mendigo no venía de ninguna parte. Podría decirse que se había forjado ahí. O en las calles adyacentes, en los callejones oscuros, en su gradual aproximarse hacia la luz de los hoteles, conquistando territorio.25
Sin embargo, no pertenecer se convierte en el pivote de la toma de conciencia. El movimiento tectónico, el jalón de una raíz que le demanda ser, habitar el mundo, la tierra que pisa. Y eso significará para Nyambura, por ejemplo, reconocer el lugar, el espacio, darse cuenta de su andadura, circular nuevamente por las calles, retroceder quizás, para saber…
había comenzado a necesitar tiempo, espacio para ella, para meterse por sitios que había visto de pasada en sus precipitados recorridos por la ciudad. Quería saber cómo era la gente que la poblaba. No quiénes eran […] necesitaba amar la ciudad si quería hacer algo con ella, en ella, en fin, para ella. La ciudad con su geografía de gente.26
Una dimensión trascendente del Viaje se revela en la historia del inolvidable personaje de Nyambura, con la que Puga pone el punto final al periplo con el que intentó comprender un mundo que no era el suyo pero que se le reveló como si lo fuera, la acogió un tiempo y le dio forma y sentido a su primera novela. Así, nos cuenta cómo Nyambura comienza a desprenderse de la invisibilidad de los muros ajenos que la han escondido en una retorcida idea de resguardarla de sí misma, del coraje y de las preguntas que se ahogan en la sangre reseca de sus heridas abiertas, en la lengua ajena donde camufló sus ansias, su ser informe pero palpitante, con sed de respuestas. Al separarse, al reconocer Nyambura su diferencia y la huella y dirección consciente de sus pasos, esa oleada de sangre le sube de los pies a la cabeza, como el chorro de una cascada que fluye inversamente con una fuerza indetenible, que le hace brotar las palabras, una detrás de otra, hirvientes, directas, suyas, y la llevan de vuelta a casa.
―Mira, ni quiero el apoyo de las kikuyu, ni me siento kikuyu, y por lo tanto no me puedo estar portando como una verdadera kikuyu, pero, lo más importante, suponiendo que me sintiera, jamás aceptaría que fueras tú la que decide lo que es o no ser kikuyu. Y ahora vete que estoy castigada.27
Las distintas “posibilidades del odio” en cada historia, en cada desplazamiento forzado o voluntario o inconsciente, muestran una herida, una orfandad negada o convertida en tabú, que va rodeando las fronteras que se alzan adentro y afuera, convirtiendo los caminos en tierras de nadie y haciendo oídos sordos a los monólogos de un huérfano que ha perdido los hilos invisibles que lo conectan con la tierra en que camina, con la tierra de origen o con la tierra de acogida; con aquellos que caminan como él y que también, como él, no se reconocen entre sí. Con aquellos que se han olvidado.
En fin, el periódico dice que no están seguros de la identidad del tipo (ah, entonces la mujer y el chico deben haberse escapado y seguro le robaron los papeles y el dinero), y dicen británico porque en el bar alguien se acordaba de que el tipo una vez había cambiado un cheque y mostró un pasaporte británico, pero vaya uno a saber, a lo mejor y hasta era irlandés.28
¿Qué hay en este recelo, en este lenguaje suspicaz, que escucha con el rabillo del ojo al que respira cerca, receloso? María Luisa Puga contesta: una posibilidad del odio. Tarde o temprano la tensión, la amenaza latente en esas relaciones fortuitas, bienintencionadas, convencionales o impuestas por una coyuntura temporal, económica o política, se disparará y la sangre brotará de su silencio aturdido, tal como le sucede a José Antonio, el turista mexicano que creía estar preparado para entenderlo todo… A partir de entonces, el mundo será dolorosamente real. Mostrará sus llagas. Pero es ahí, comprendió Puga, justo cuando ese odio nos pone contra la pared, que se revela la justicia y necesidad de iniciar una auténtica reconstrucción, honesta y dialogante.
Las corazas se consumen como la cera ante el calor incendiario de unos rostros que van surgiendo del polvo inerme; las palabras ajenas se escupen con asco o con fuerza pues ya no saben, nunca han sabido; ella o él quieren hablar su lengua, ser escuchados, mirarse a los ojos y reconocerse. Al toparse sin escudos que los protejan o los oculten de esos mundos ruinosos, ajenos, carcomidos y saqueados, intuyen y se preguntan, antes de intentar reconstrucción alguna, ¿cuál es mi lengua?, ¿a dónde pertenezco?, ¿quién soy en realidad? Es decir, emprenden la apropiación de un territorio auténtico como un mundo vivo que yace bajo las cenizas, en los huesos que crujen bajo la miasma corrupta de intereses o ilusiones ajenas que se enraízan ahí como la mala hierba, que contaminan el agua de los ríos profundos que fluyen en el corazón de hombres y mujeres que precisan recordar lo que no han olvidado.