La yerba se reproduce contra todo pronóstico. Abrojos se expanden de esquina a esquina para insertarse en el memorial de una ciudad que se autoalimenta. La Ciudad de México, que recientemente cumplió ciento noventa años, es un asentamiento irregular, un amasijo de fragmentos inconexos. Estructuras desvencijadas, ruinas, pedazos que sobreviven. Colonias enterradas en barrancos, periferias que se extienden hasta recordarnos el hartazgo ancestral y la miseria cotidiana; largos edificios que parecen templos inmaculados, una larga lista de paisajes orgánicos y al mismo tiempo inimaginables disparates de plástico y hormigón.
Abraham Cruzvillegas (1968) regresa a su origen en sus múltiples construcciones: piezas de una catástrofe humana. Se resiste a la desmemoria y por eso plasma el pasado: un conjunto de objetos que representan su vida familiar, y las calles que circundan las colonias mexicanas siempre tan propensas a la desproporción. Repite en varias entrevistas que sus piezas responden al proceso que sufrió la casa donde creció, la colonia de su infancia. El pasado y el presente desbordante de materiales comunes: corcholatas, madera casi derruida, cenizas, vidrios, cordones... como si se tratara de un gesto cercano a la locura, a la conservación de nimiedades o desechos.
Pienso en los grandes coleccionistas de arte, pienso, por ejemplo, en Mario Praz (Roma, 18951982) que edificó la casa de su vida (hoy día Museo Mario Praz en el Palacio Primoli), un sitio que Praz construyó con toda clase de objetos que compraba para su hogar y que hablan de sus obsesiones y su gusto exquisito por obras de arte antiguas. Franco María Ricci y Massimo Listri han llevado también sus obsesiones a grados arquimedianos en La divina proporción, exposición que estuvo en el Museo de San Carlos y hoy día habita los pasillos del Museo de Santo Domingo, en Oaxaca. Esta colección de objetos alude de algún modo a la opulencia y al ideal griego de belleza, a un cierto canon estructural que implica a la arquitectura y a su proporción humana. Pero, ¿qué coleccionaría un artista mexicano para dignificar su memoria familiar?
La colección se convierte en el sustento de ciertas existencias. Es una búsqueda minuciosa de sensaciones, de momentos que quedarán como legado de una vida extinta. Abraham Cruzvillegas ha creado su propio memorial. Es eso lo que convierte su trabajo escultórico (podríamos decir arquitectónico) en un referente del arte visual contemporáneo. Alumno de Gabriel Orozco, Abraham Cruzvillegas ha formado un lenguaje propio. El vínculo entre su trabajo como artista conceptual es justamente el deseo de comprender los gestos minúsculos que nos constituyen como humanidad, como sociedad.
Autoconstrucción, la pieza más conocida de Cruzvillegas (que se expone en el Museo Jumex de la Ciudad de México hasta el 8 de febrero del 2015) es una suerte de estructuras, de vegetales que han sobrevivido, de recuerdos personales y de extravagantes restos de materiales muertos. ¿Cómo podría leerse la intención de un artista?, ¿cabe sospecharla como un gesto fuera de todo mensaje escrito? ¿Es necesario que esta pregunta se responda? Creo que no. El espectador, ante las piezas de Abraham Cruzvillegas, se encuentra como en la ciudad, en un laberinto de ideas sobre una ciudad, sobre un fragmento del universo. No sabemos muy bien por qué están allí ni en esa disposición, pero sin duda se corresponden con un orden secreto.
La intención que veo en la obra de Cruzvillegas (desde sus instalaciones hasta sus collages que ilustran El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad para la editorial Sexto Piso, o sus dibujos en la serie “Nuestra imagen actual: autorretratos recientes”) es la de dispersar el caos de las mutaciones en que nos encontramos inmersos y volcarlas al entendimiento de nuestros pasos. Las formas que van cambiando y que nos envuelven desde el principio de nuestras vidas. La sensación salvaje de crecer entre fronteras que se van uniendo y reclutando a su paso emociones que nos nutren y forman nuestra emocionalidad.
El assamblage, la técnica lúdica de unir diversos materiales buscando formar una estructura o una forma, me parece la obstinación de Abraham Cruzvillegas. Una suerte de collage permanente que nos encamina a la búsqueda. Materiales que parecen innobles objetos olvidados y que al insertarse en la obra del artista visual se vuelven estructuras naturales.
El Centre Pompidou en París, expone (desde julio del 2014, hasta marzo del 2015) la muestra colectiva: Une histoire, art, architecture et design des années 80 a aujourd’hui. Dicha exposición reúne el trabajo de Cruzvillegas, Gabriel Orozco (Xalapa, 1962), Damián Ortega (México d.f., 1967) y Gabriel Kuri (México d.f., 1970). La obra de Abraham Cruzvillegas no cae fácilmente en el encasillamiento que se utiliza para hablar del arte contemporáneo. Responde a su propia inquietud: busca utilizar formas ya existentes para construir, para regresar al principio de su vida.
Podría hacerse una larga lista de esos objetos irregulares que constituyen la obsesiva obra de Abraham Cruzvillegas, esa misma obra que se entrecruza con sus vínculos afectivos (familia, infancia, amigos, la ciudad que habita, los universos por los que se desplaza: ciudades y colonias distantes), y los procesos sociales que ha experimentado: el cambio (un tanto agresivo) de estructuras antiquísimas y que han mutado en los tiempos recientes para convertirse en puesto callejero o en personajes sin hogar establecido. La sociedad mexicana está allí, como un objeto mutante en un rompecabezas de posibilidades infinitas.
Cruzvillegas apuesta por el sentido lúdico del arte, por los materiales comunes. “Creo que ninguna cultura está lejos de pensar la naturaleza de esa manera, pero nos hemos distanciado de ella, hemos desarrollado una relación cruel con las cosas y con nosotros mismos”, dice Cruzvillegas en una entrevista sobre su pieza Autoconstrucción. Uno lo intuye al perderse por la sala del museo que expone dicha pieza, al pasar a otra sala y sentirse presa del silencio cruel en medio de una ciudad assamblage como la Ciudad de México: el caos.