Por lo menos tres veces en la historia del mundo —del mundo globo— América se ha conformado en el ideario europeo como la tierra prometida del nuevo comienzo; la tabula rasa sobre la que se rescribiría una prematuramente abandonada historia. La primera inaugura su vida: el descubrimiento de un nuevo mundo que tan pronto se hizo inconmensurable como insignificante. La segunda se refiere al norte, y su principal apologista es De Toqueville, quien vio en los Estados Unidos de América las promesas de una sociedad nacida bajo el resguardo del hado de la democracia. La tercera es irremediable desenlace de la primera; esta vez con ojos más de culpa que de salvadores los herederos de Keynes encontraron una oportunidad inigualable para probar las herejías del maestro: la industrialización controlada de América Latina. No obstante, para esto tenían que mediar, quizá de forma inevitable las enseñanzas de Marx. Pero no nos adelantemos.
Nacido en Berlín en 1929 —annus horribilis para el capitalismo— André Gunder Frank llega prematuramente a América a los cuatro años de edad exiliado con su familia por el régimen nazi. Cual destinado para vivir en y de las contradicciones, las dos grandes influencias intelectuales de Frank fueron su padre, el escritor pacifista Leonard Frank, y las ortodoxas aulas de la Universidad de Chicago. Tal contradicción no se superaría como en las páginas de Hegel o Fichte; más que síntesis se tornó en quebranto: el joven Frank renunció a sus estudios y emigró a San Francisco, en donde por un corto periodo formó parte de la generación beat reunida en el café Vesuvius. Tal parece que el rechazo del materialismo de los beats no cuadró con las ideas de Frank y su talento para el análisis económico. Eso y los problemas económicos lo hicieron volver, como él mismo afirmó, “por la puerta trasera” a la Universidad de Chicago.
Fue en Chicago donde, bajo el tutelaje de nada menos que Milton Friedman, Frank tuvo su primer acercamiento con el comunismo. Doble ironía: la catedral del libre mercado albergando a quien será recordado como uno de los más lúcidos defensores de la revolución social, el pionero de la teoría de la dependencia, detractor del imperialismo, quien trabajó para la división de guerra psicológica del ejército de los Estados Unidos.
Hacia 1958, habiendo parado en Massachusetts para una corta estancia de investigación, conoce a W.W Rostow, cuya teoría del modelo lineal del desarrollo criticará. Para Rostow el desarrollo económico es como una carrera unidireccional en la que los competidores se adelantan o atrasan sin estorbarse; para Frank el avance de uno se da a costa del otro, es el desarrollo creando dialécticamente al subdesarrollo. En 1959 llega a México para iniciar su aventura latinoamericana en medio de un aura de desarrollismo. Los economistas de la CEPAL, guiados por Raúl Prebisch, se habían adueñado del discurso político. Basados en la sustitución de las importaciones —la producción local de artículos que antes de la Segunda Guerra Mundial se compraban a otros países— vislumbraban ingenuamente el despegue de América Latina en la carrera de Rostow, impulsado por un nacionalismo capitalista —¿o capitalismo nacionalista?—que pronto chocaría con la realidad histórica de su dependencia tecnológica y, más grave aún, financiera. Hacia finales de los 60 Frank se había hecho de la cátedra de economía y sociología de la Universidad de Chile durante la presidencia de Salvador Allende. Tras el coup d’État de Pinochet y la muerte de Allende, Frank y el socialismo serían exiliados de suelo chileno. Segundo encuentro, menos cordial y menos directo, con Friedman. Aquí cobra vida la obra de André Gunder Frank.
A pesar de ser un escritor prolífico no cabe duda que Capitalismo y subdesarrollo en América Latina (1970) es el libro insigne de Frank. Su tesis es contundente: el desarrollo de Occidente (metrópoli) creó históricamente el subdesarrollo de América Latina (satélite). El argumento es más asequible aún: el dominio histórico de las potencias colonialistas crea una acumulación primaria de capital mediante la enajenación de los excedentes productivos de la periferia por la metrópolis (de los más por los menos) que polariza las relaciones mundiales hasta crear un sistema mundo de relaciones de dependencia. El desarrollo financiero agrava el problema mediante la inversión y ayuda extranjera que se apoderan de los mercados, impidiendo la formación de capital doméstico, perturbando y finalmente apropiándose de los medios de comunicación y la política nacional, amarrándola con el duro cuero de la deuda. Resultado: imperialismo económico y dependencia.
Frank se cuida bien de no esbozar un texto latinista que achaque los problemas de América Latina únicamente al exterior. La última contradicción del subdesarrollo consiste en la persistencia en el cambio, a saber, la creación de un capitalismo interior, de una falsa burguesía latinoamericana que se alinea con los intereses internacionales para crear un sistema interno de metrópolis (ciudades coloniales) y satélites (campo) que agrava el problema del subdesarrollo, gastando los pocos remanentes de capital en un gasto suntuoso que le da a la sociedad latinoamericana su encantador brillo de elevado consumo civilizado. Herodianismo que degrada al colonizador y al colonizado. Aparecen la desigualdad y las economías duales: países ricos llenos de pobres... México, América. Nace la culpa histórica de la conciencia europea.
Hasta aquí un análisis impecable de contradicciones económicas que la evidencia de las últimas cuatro décadas apoya. Pero la profundidad analítica si bien es condición necesaria no lo es suficiente para la claridad prescriptiva. De ahí la solución —necesaria— que Frank propone para el problema del subdesarrollo: la revolución social, cuyo modelo no es la “burguesa Revolución mexicana” sino la exitosa, a los ojos de Frank, Revolución soviética.
En el prefacio a Capitalismo y subdesarrollo en América Latina Frank nos deja un llamado a la responsabilidad intelectual y una de las pocas muestras explícitas de la influencia paterna sobre su obra. Tal como Leonard Frank, André Gunder mantenía sus ideales “a la izquierda, donde está el corazón”. De aquí que, convencido de que la ciencia social debe ser política, decidiera liberarse “de la máxima liberal de que sólo la neutralidad política permite ser objetivamente científico” para abrazar la ideología del socialismo. No carece esta opinión de sustento, pero acaso revela que la plena objetividad científica es un fantasma inasible, hecho que por lo demás ya había reconocido Bertrand Russell y todavía reconocen los hombres de auténtico ánimo científico, grupo que, no está de más observar, escasea en nuestros días. El remedio de Mario Bunge, aunque también pasa por el reconocimiento de estas predisposiciones subjetivas, se complementa con una buena dosis de filosofía, cosa que no le hacía falta a André Gunder.
Concedamos a Frank que la auténtica ciencia social debe ser política, en el sentido señalado por Paul Baran: activista y revolucionaria. No se sigue de ello que la independencia intelectual conlleve a la independencia ética, al contrario, la encadena. Obnubilado por su adhesión política al programa comunista en un tiempo en el que ya el puño de hierro había cobrado millones de vidas, el llamado a una solución colectivista al “problema indígena” de América Latina es poco menos que anacrónico. La lucha de clases en un contexto campesino conduce al culturicidio ahí donde la propiedad de la tierra forma la base de la cultura. He aquí el peligro del maniqueísmo clasista. Es además una contradicción fatal dentro del argumento de la expropiación: ¿qué fue la colectivización del campo soviético sino una enajenación centro periferia entre el Politburó (los menos) y el campo (los más) de la URSS? Más que salvar a los campesinos desposeídos de América Latina parece querer salvar al comunismo de su fracaso. Demasiado tarde.
Podría ser que en el furor de los tiempos Frank ignorara o se empeñara en ignorar los terrores del Holodomor y del Gulag. Pero no es así. En un texto tardío titulado “¿Qué fue mal en el Este Socialista?” (1999), Frank responde sin sorpresa: “lo que fue mal fue el capitalismo”. Y desde una perspectiva económica tiene razón y es, inclusive, congruente: un socialismo insertado en el sistema mundo no pasa de ser una farsa. Hay algo más y en esto estamos de acuerdo: los esfuerzos de la Unión Soviética y los países del Este fueron en todo momento más enfocados a “alcanzar” los logros del capitalismo que a la construcción de un auténtico socialismo. Nueva ironía: el comunismo embarcado en la aventura progresista de Rostow. No deja de ser, sin embargo, sorprendente que ni una sola palabra se dirija a los horrores que engendró el proyecto soviético, sea o no auténtico socialismo; y no lo es, no deja de ser ejemplo de las atrocidades que se pueden cometer en su nombre, como se cometen hoy en día en nombre de la libertad y la democracia. El individualismo se niega a someterse al determinismo social, las grandes y terribles voluntades siguen siendo el motor trágico de la historia, y acaso por ello no tiene ni orden ni fin.
No puede acusársele —como el mismo Popper reconoce de Marx— de falta de humanismo, pero sí de ceguera nostálgica, mal que, dicho sea de paso, se propaga con fuerza en nuestros días. Los anacrónicos llamamientos a revoluciones proletarias ponen de manifiesto la impotencia de las masas frente al aparato consumista del capitalismo y su disposición a seguir a cualquier farsante detentador de una fácil promesa de libertad. Pero la libertad no puede convivir con la facilidad. El comunismo recalcitrante de nuestros días confunde fines con medios. Capitalismo y comunismo fracasan al socializar para alcanzar la civilidad y no culturizar para acercarse a la plenitud del ser. El resultado es la vida en el Palacio de cristal de Dostoievski, la segunda ecúmene de las culturas civilizadas de Sloterdijk que despoja al ser humano de éxtasis y lo condena al profundo aburrimiento de la existencia sin retos. América Latina como curiosidad folclórica disponible al poder adquisitivo de los turistas. Subdesarrollo auténtico del que sólo se escapa dejando el mundo globo. Reencuentro con lo local. Sociocentrismo cooperativo que desplaza a la competencia. Huida del sistema mundial, regreso al cosmos como belleza de lo existente. Autonomía sin ideología, sin Estado.