Las palabras que nos designan no siempre son justas, pero marcan nuestro porvenir. En Occidente aparece en la mitología griega Ananké (Ἀνάγκη), personificación de la necesidad, la compulsión, la inevitabilidad, el destino; agente primigenio de todas las moiras (Μοῖραι) que otorgan el devenir de la existencia; afirmación de un poder sobrenatural en oposición al libre albedrío. Al nacer no elegimos el nombre ni el apellido, nos son dados. En el diálogo Crátilo podemos percibir cómo Platón cuestionó la ambigüedad de los nombres y suscitó su discernimiento para comprender la realidad, interrogando la identidad oculta entre el nombre y la esencia. Con ello inauguró un cuestionamiento que busca la influencia de los designios en nuestra vida, en nuestro legado. Quien renuncia a su nombre y apellido, renuncia a su herencia.
El apellido Freud nos traslada al irrevocable padre del psicoanálisis: Sigmund Freud. Psicoanálisis proviene del griego psykhé (ψυχή) y análysis (ἀνάλυσις), juntos quieren decir: estudio de la mente. Es el método por excelencia de las psicologías profundas centradas en el Yo (Ego). Mucho más que un modelo terapéutico, o método de investigación, el psicoanálisis es la teoría que da unidad a la realidad a partir del inconsciente. Sus múltiples aplicaciones en el derrotero de la modernidad lo erigieron como una de las teorías que deconstruyó el modelo explicativo de la psicología del siglo XIX. Freud, como racionalista, generó una teoría epistémica basada en la falta de razón del ser humano.
La gemela del psicoanálisis, Anna Freud —“el diablillo negro”—, llegó al mundo en Viena a finales de 1895. Víctima complaciente de las elucubraciones de un padre neurólogo experimentador, Anna, la menor de seis hermanos, fue la única heredera consanguínea del trabajo de Freud. Y compitió para tener la atención del rey del inconsciente. Dice Anna: “Yo nací un 3 de diciembre de 1895, el mismo año en que se publicara Estudios sobre la histeria, compuesto por mi padre y su gran amigo de entonces, el Dr. Josep Breuer. Se piensa que ese libro marca el nacimiento del psicoanálisis y el mío”.
El padre, Sigmund Freud, pasó un espléndido aislamiento de casi diez años en el que sólo mantuvo contacto con los representantes de la Sociedad Psicológica de los miércoles —Max Kahane, Rudolf Reitler, Alfred Adler y Wilhelm Steke—, quienes, para 1908, conformaron la Asociación Psicoanálitica Vienesa. En esos años la infanta, como espectadora de las tertulias, fue influenciada por las conversaciones que mantenían los coetáneos de su padre. Nadie imaginaba que posteriormente sería parte de un legado que perdura hasta hoy. Dama humanista e intelectual de una generación, continuó con una herencia trasatlántica ante los seguidores y detractores de su padre para exaltar las teorías y el apellido que precedían sus días. Dignificó, centrándose en una labor altruista, el espejo de lo humano por sus valiosas aportaciones a la Psicología y al Psicoanálisis Infantil.
Del Caos intrapsíquico a la Gea infantil
El psicoanálisis surgió en la epifanía de la interpretación de los sueños. En un viaje onírico se vislumbró la naturaleza lúcida del inconsciente. Desde la fantasía hasta la asociación libre, el psicoanálisis fue la ciencia que inició el camino para desenmarañar las madejas de la mente. Las neurosis estaban unidas a las impresiones primigenias que se absorben en la memoria. En concreto, para el psicoanálisis la infancia es destino.
En la biografía de Anna Freud nos encontramos unos primeros años cargados de abandono materno, condicionantes para una distancia afectiva que, años más tarde, generaría disputas por el cuidado Sigmund. La madre, Martha Bernays, ya estaba cansada física y mentalmente y tenía preferencias entre sus hijas. Dejó a la pequeña Anna al cuidado de una institutriz, Josefine Cihlarz, quien influyó severamente en la estabilidad de la joven y contribuyó en su crecimiento intelectual hasta que entró al Lyceum, siguiendo la carrera de educación. Anna la reconoció como su “madre psicológica”.
La heredera legítima del psicoanálisis poseía una agudeza mental que la hizo capaz de aprender inglés, francés y algo de italiano en su estancia colegial. Tempranamente se formó como profesora de primaria. No obstante, sus hábitos alimenticios de juventud la hicieron desistir de tomar un curso favorable en sus relaciones interpersonales. Según sus biógrafos, Anna creció a la sombra de su hermana Sophie, dos años mayor que ella, más agraciada físicamente y preferida de sus padres. Cuando su hermana se casó en 1913, boda en la que Anna no estuvo presente, le escribió a su padre desde Merano: “Me alegra que Sophie se case, porque la pelea interminable entre nosotras era horrible para mí”. Pero no fue hasta la superación de su muerte cuando contempló el infinito y llegó a tener nombre propio.
El lugar que tuvo que ganarse Anna a los ojos de su padre fue a base de un esfuerzo intelectual constante. En 1918 Sigmund Freud comenzó a psicoanalizar a Anna. La convierte en objeto experimental de su estudio. Las cartas y algunos biógrafos muestran la relación entre padre e hija. El hecho de que Anna desde su nacimiento viviera de manera inninterrumpida en la casa paterna, y que, por este motivo —más allá de la correspondencia— mantuviera una comunicación oral directa con su padre, da prueba del lenguaje que cultivaban ambos. Uno cree percibir un pequeño acuerdo oculto, una particular confianza entre ellos, una forma propia de amor fino y circunspecto.
El intercambio epistolar da cuenta de la profunda gratitud y honra que había entre padre e hija. En él se describen las raíces, los recuerdos redactados en retrospectiva: imágenes de momentos vívidos, enorme proximidad personal, íntimo contacto con la naturaleza. En él la esfera de lo profesional, académico y médico se diluye espléndidamente. El respeto a la comunidad familiar —y otros avatares— da cuenta del vínculo estrecho que profesaban.
En 1921 conoció a una segunda madre que abrió en ella los aportes estructurales del psicoanálisis. Su vínculo con Lou Andreas-Salomé —una de las más espléndidas intelectuales y musas de la generación— fue tan provechoso que ésta le supervisó la conferencia Las fantasías de flagelación y las ensoñaciones que pronunció en mayo de 1922. Con esta conferencia sería admitida como miembro de la Asociación Psicoanalítica de Viena.
En 1923 pensaba instalarse en Berlín para continuar su formación y ejercer como analista, pero a su padre le diagnosticaron cáncer de paladar. Apartir de entonces permaneció a su lado. Años más tarde Freud le expresó a Lou Andreas-Salomé su orgullo paterno: “Por supuesto, yo dependo cada vez más del cuidado de Anna, justo como observó alguna vez Mefistófeles: al final dependemos de las criaturas que concebimos. En cualquier caso, fue muy inteligente haberla creado”.
La maldición y la heredera al trono
Después del diagnóstico y durante dieciséis años terminales, Anna se hizo indispensable para su padre. Se convirtió en su Antígona, en alusión a la diligente hija del ciego y enfermo Edipo. Al gual que el rey ciego, Freud fue guiado por la mano de su hija. Era su emisaria ante las sociedades psicoanalíticas del mundo. Fue la única autorizada para presentar sus trabajos cuando no podía hablar. Después comenzó a responder su correspondencia y se encargó de cubrir sus necesidades personales y médicas. “Se convirtió sin titubeos en secretaria, confidente, representante, colega y enfermera de su padre herido. Se convirtió en lo más precioso de la vida en él; su aliado contra la muerte”, dice uno de sus biógrafos.
Ante las formas más penosas en las que su cuerpo languidecía, Anna acompañaba a su padre en sus viajes tortuosos, a los tratamientos de radiación en París y a las visitas a su cirujano en Berlín. Cubrió con intereses la deuda de vida en cuanto se dedicó a la comodidad y el cuidado de su padre. El propio Sigmund Freud entendió lo dependiente que se había vuelto. En una carta a Arnold Zweig, en 1934, Freud escribió: “Pero no puede haber quedado oculto para usted que a cambio de lo mucho que me había negado, el destino me compensó con la posesión de una hija que, en circunstancias trágicas, no quedaría a la zaga de Antígona”.
La maldición de una obra que habla sobre un destino incapaz de llevar a la revolución sobrepasó la vida de Anna, que, si bien condescendió a los designios de un legado, fue presa de los propios augurios de una moira maldita. Frente al autoanálisis, Anna fracasó. Vivió para que su padre no fuera una sombra y cargó los demonios propios y los fantasmas ajenos.
Al mismo tiempo que preservaba la salud de su padre, Anna contribuyó a no perder la dirección del psicoanálisis. Utilizó los conceptos de su progenitor para su propia obra. Cuando todos los herederos disputaban la ciudad indómita del inconsciente, Anna sostuvo fuertes polémicas, principalmente con Melanie Klein, ya que su práctica infantil divergía de la suya. Debido a esto se mantuvo fuera de la Asociación Psicoanalítica Vienesa por un periodo.
Anna Freud pudo esclarecer la conexión y el conflicto entre razón y pasión. La teoría psicoanalítica del yo amplió cierta visión freudiana para incluir la capacidad del yo como iniciativa para afrontar un ambiente físico e interpersonal. Desenmarañando el sentido que ubicaba al psicoanálisis como una terapéutica burguesa, Anna introdujo los descubrimientos esenciales de su padre a nuevos campos de la conducta: a los niños y a los adolescentes, a la pediatría, el derecho familiar y las técnicas para la educación, así como al cuidado infantil. A través de sus estudios con huérfanos de guerra y niños separados de sus padres pretendió reconstruir, reparar, moldear el espejo fragmentado de la guerra. Instauró centros de acogida para niños traumatizados a consecuencia de la guerra que a ella misma le había tocado vivir.
En muchos sentidos continuó con la herencia de su padre, aportando múltiples direcciones a la práctica psicoanalítica. Mientras Sigmund Freud recurrió a la reminiscencia en la vida adulta, su hija fomentó en los niños la práctica de construir recuerdos. Sigmund Freud nos enseñó la importancia del pasado, Anna, la legítima heredera, incluyó sus estrategias para dominar los retos presentes. En una carta a Lou Andreas-Salomé su padre escribió: “Lo más placentero que me queda en la vida se llama Anna. Es notable la influencia, la autoridad, que ella ha conquistado entre la tropa de psicoanalistas, muchos de los cuales son por desgracia un tejido humano poco modificado por el psicoanálisis”. Y sigue: “Es sorprendente también la precisión, la claridad y la seguridad con que ella domina su materia, verdaderamente en total independencia de mí. Usted se alegrará leyendo su próxima obra”.
Anna pudo trascender la teoría clásica sobre la pulsión sin echarla por tierra. Su enfoque en el yo y la capacidad para afrontar los desafíos externos complementó al enfoque intrapsíquico de Sigmund Freud. Desarrolló un sistema de clasificación diagnóstica basado en la plasticidad de los esfuerzos saludables del niño para alcanzar mayor madurez. Además, profundizó en las defensas del yo de las ideas de su padre, agregando el ambiente presente de los niños y su capacidad para responder ante las dificultades cotidianas. Las líneas temporales del desarrollo fueron un aporte original a la teoría psicoanalítica, es decir: las secuencias de crecimiento psicológico organizadas a lo largo de las trayectorias, que van de la dependencia a la independencia, de lo irracional a lo racional. Dirigió la atención a la capacidad del yo para adaptarse a las demandas de la vida: situacionales, interpersonales o personales. Escribió uno de los más importantes estudios de la teoría psicoanalítica: El Yo y los Mecanismos de Defensa. Anna se encargó de clasificar y ordenar los mecanismos ante las situaciones resolutivas del trauma, aportando a la visión del padre una valoración.
La práctica de la terapia analítica infantil permitió que Anna Freud superase el concepto clásico de “neurosis” e “inadaptación” como resultado del conflicto intrapsíquico. Fue fundadora en Londres de una clínica para niños y de un Centro de Formación de Psicoterapeutas en Psicoanálisis Infantil. Recorrió Europa y Estados Unidos de América con sus conferencias psicoanalíticas y dio cátedras en Yale.
Es curioso que una mujer que pasó tanto tiempo en el análisis de la estructura psíquica de los niños no tuviera hijos. Esta necesidad se satisfizo a través de la terapia que hizo con la descendencia ajena. En su juventud se relacionó con algunos discípulos de su padre, como Ernest Jones. Pero quedarse en casa a los dieciocho años como única hija hizo que no concretara ninguna relacion. A lo largo de su carrera profesional analizó a grandes personalidades, como a Marilyn Monroe. Pero en 1925, cuando comenzó con la terapia del hijo de la familia Tiffany, conoce a Dorothy Burlingham. La única persona con la que mantuvo una relación perdurable e íntima hasta su muerte.
El resto de sus años vivió para ser una académica. Parece ser que los trastornos alimenticios la persiguieron hasta entrada la vejez. Y si bien no llegó a un suicidio anunciado, como la leal Antígona, su carácter la sepultó en una muerte simbólica que le permitía crear lo suficiente para sobrevivir. Su reino sobre el infinito iceberg del inconsciente fue la finitud de sus placeres condescendientes.
Ya en la senectud, Anna se vio sumamente afectada tras la muerte de Dorothy en 1978. Dorothy era la persona más próxima a su vida. Pero Anna siempre negó su lesbianismo. A partir de ese entonces tuvo un proceso de duelo que agravó la anemia que padecía. La madrugada del día 9 de octubre de 1982 la heredera del continente oscuro falleció. Algunos años atras, ante la muerte de Greenson, uno de sus colegas, dijo: “Estamos creando nuevas generaciones de psicoanalistas en todo el mundo. Sin embargo, aún no hemos descubierto el secreto de cómo crear auténticos discípulos de gente como Romi Greenson, es decir: hombres y mujeres que utilicen el psicoanálisis para todo: para entenderse a sí mismos y a sus semejantes, y para comunicarse con el mundo; en resumidas cuentas, personas para las que el Psicoanálisis sea una forma de vida”.
Referencias Bibliográficas
– Freud, Anna. El yo y los mecanismos de defensa. Editorial Paidós. España. 1980.
—, Psicoanálisis del desarrollo del niño y del adolescente. Editorial Paidós. España. 2004.
– Jiménez Hernández-Pinzón Fernando, Jiménez Vaca Hernández-Pinzón Julia Victoria. Ana Freud: una mujer, un destino. Editorial Club Universitario. Alicante, España. 2002.
– Meyer Palmero, Ingeborg. Sigmund y Anna Freud. Correspondencia (1904-1938). Editorial Paidós. Buenos Aires, Argentina. 2014.
– Vallejo Orellana, Reyes. “Anna Freud, una vida dedicada al conocimiento y a la ayuda psicológica del niño”. Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, vol. XXII, núm. 81, marzo, 2002, pp. 65-78.