¿Existe lo que pudiera llamarse una mirada femenina? La pregunta se concibe ya en un sentido peyorativo porque asume que lo femenino se asocia a una posición inferior a lo masculino. No vamos a subrayar la diferencia para reclamar la igualdad, sino a identificar los valores que este tipo de mirada aporta a la literatura y, en particular, a la poesía, pues cuando la practica la mujer se tiende a relacionarla con la vulnerabilidad o la cursilería. De ahí la necesidad de tantear ciertos criterios que describan esos valores que la mirada femenina aporta a la poesía. Por ejemplo, el tiempo.
Partimos de una diferencia: mientras la mirada masculina se despliega —Dios, el gran ente expansivo, es masculino—, la femenina se repliega, vuelve a sí, al interior desconocido. Esta mirada no es exclusiva de la literatura creada por mujeres, solamente es un ángulo desde el que el escritor o la escritora se sitúan ante las cosas. La perspectiva y el enclave desde los cuales otean el mundo. Las cualidades formales de la literatura de mujeres —protagonistas, temáticas, estilo o reivindicaciones— superan el límite de este ensayo. No nos referimos a la voz ni a la materia, sino a la mirada, que inevitablemente las transforma. Como todo lo subjetivo, la mirada femenina, por decirlo con Henri Bergson, encuentra su dialéctica en las condiciones externas que la provocan, y para entender de dónde viene resulta ineludible ir al origen de nuestra historia como sociedad.
Si la mirada femenina, la que se repliega sobre sí misma, aporta el valor del tiempo, éste puede transitarse por tres vías: el religioso, el contemplativo y el inaprensible.
El tiempo de lo religioso
Todo comenzó con el fuego, cuando en el paleolítico encontró refugio en las cuevas y quedó al cuidado de las mujeres, pues los hombres salían a cazar. Por suponer un elemento clave de supervivencia y evolución, poco a poco fue transformándose en el corazón de la comunidad, hasta convertirse en Vesta, el espíritu del hogar.
Siglos más tarde, tras largas travesías y conquistas, el periplo celta indoeuropeo se asentó en el río Tiber, época en la que la religión organizó la vida doméstica de Roma en torno a distintas deidades —entre ellas, Vesta— que controlaban y guardaban la casa. Esta relación, llamada pietas, es la raíz de la idea romana de la virtud. Se hizo extensiva al culto estatal y a sus dioses bajo un vínculo ritual que obligaba al compromiso de respetar y mantener la pax deorum, o lo que llamaríamos “religión”.
Para exteriorizar los ritos de lo doméstico al pueblo, el fuego fue trasladado al Foro de Roma, hogar del Estado, custodiado por las vírgenes o vestales, célibes consagradas al culto del elemento sagrado para mantenerlo con vida, so pena de muerte si se extinguía.
No es el espacio —puede habitar una casa o un templo romano—, sino el tiempo de vida del fuego lo que permite el encuentro con la divinidad. El tiempo de lo religioso. Puede acontecer en el Monte Sinaí, mientras Dios escribe para Moisés las Tablas de la Ley; en México, cuando se aparece la Virgen a un indígena para obsequiarle el manto guadalupano e indicarle el lugar en el que se debe construir una basílica; o en el templo de Delfos, donde las pitonisas reciben los oráculos de Apolo en el afán de integrar la intuición a la estrategia de guerra.
Después, las coordenadas quedan como atalaya del lugar sagrado. Es el tiempo del acontecimiento el de su origen. Cuando la llama de la fe se apaga, queda la arqueología de las ruinas.
El poema es el tiempo en el que se invoca a lo divino, donde habita el fuego; lo encontramos en Santa Teresa de Jesús, cuyos versos erigen los muros de su propio templo:
Porque tú eres mi aposento,
eres mi casa y morada,
y así llamo en cualquier tiempo,
si hallo en tu pensamiento
estar la puerta cerrada.
Pero la búsqueda religiosa no tiene por qué ser celestial, y está en todo recogimiento que explore más allá de la razón. Chantal Maillard “halla el rostro original” en la sabiduría de las bestias:
Hoy atacó el guepardo
a una gacela a punto de parir.
En un claro del bosque he visto su vientre desgarrado
y aquel cuerpo pequeño
que sin nacer obtuvo con su muerte —apenas muerte—
un lugar parecido al que tienen las hojas secas.
Corrí, y en el torrente hundí los brazos
para saber si el agua se había detenido.
Pero no, y escuché crecer los árboles:
era roja tu savia,
Señor de los bosques,
y aún me sabe a sangre la nube que aquel día descendió en mí.
El tiempo de lo religioso nos conecta con algo superior; pero cuando atempera el interior con el afuera, nos lleva a la contemplación. El tiempo sin tiempo.
El tiempo de la contemplación
Es atemporal, porque sólo son visibles las relaciones entre las cosas si ponemos atención a cómo son en cada momento. Como fotografías que fijan un espacio determinado en un instante, deteniendo el tiempo. Es una mirada más atenta a los detalles y a los matices del estado de las cosas. Se desarrolla en quien está acostumbrado a ambientes cerrados, como ha sucedido con la mujer en la Historia, acotada a las paredes del hogar. No juega en contra de la riqueza de la experiencia sino que ensancha, gracias a la percepción, el coto de la realidad.
Con su transmutación, el lenguaje poético expande el mundo al hablar con él, y en ese diálogo concede hallazgos. Sylvia Plath da cuenta de ello:
Soy plateado y exacto.
No tengo prejuicios.
Todo cuanto veo, me trago de inmediato.
Tal y como es, sin sombra de gusto ni desprecio.
No soy cruel sino sincero:
El ojo cuadrado de algún pequeño dios.
Este detener el tiempo contemplativo podría considerarse un acto revolucionario al situarse fuera del mecanismo de relojería del mercado, cuya naturaleza está en hacernos sentir siempre detrás de la última novedad, como si la moda fuese un ladrón del tiempo presente. “Creo que la función de la cultura, del pensamiento, es crear inmovilidad en la velocidad, en su interior. Detener la velocidad para retener el tiempo y dejar que el mundo pase”, asegura la feminista Rosi Braidotti.
Lo hizo Virginia Woolf cuando, al visitar Londres y avasallada por la velocidad —coches, escaparates, prisa—, pausó el tiempo en uno de sus poemas en prosa, Oxford Street, al mostrar la percepción de las cosas, testificar sus relaciones y recrear un universo dentro del espejo de la palabra. Esta mirada podemos encontrarla también en el Ulises de Joyce y en La señora Dalloway, la novela de Woolf, y en muchas obras más. No es exclusiva de las mujeres ni de la poesía. Lo mismo ocurre con la mirada que vuelve a la infancia, como la de Proust, o el eterno retorno de Borges, quienes no por ser hombres rehusaron de la mirada femenina.
El tiempo inaprensible
La mirada femenina puede detener el tiempo y también es capaz de hacernos viajar en él hacia atrás o hacia delante de forma incontrolable, pues puede regresar a una infancia irreconocible para nosotros mismos o anticipar un encuentro amoroso. Y mientras, en la espera, crear ficciones y dar pie a lo erótico.
Nuestro conocimiento del pasado es fragmentado, nunca total, por eso es posible en cada vuelta revelar algo nuevo. Si la memoria es un perro al que se le arroja un palo pero trae cualquier cosa de regreso, el origen de la historia personal está en un lugar desconocido, al que puede accederse con la escritura. Y no sólo con la metáfora, que combina elementos de la realidad —y cuyo vuelo, por tanto, es menos elevado—, sino con el hallazgo poético, que a simple vista está fuera del sentido.
Cuanto menos fiel sea al consciente, más arderá la poesía; el fuego que la ilumina es el de la combustión de lo real; y no porque su forma sea sublime o exquisita; puede ser cotidiana, en el sentido que le da Olvido García Valdés. Por eso, sin la distancia que nos aporta la inaprensibilidad, la infancia es un cuento con final feliz para dormir y los sentimientos son todos buenos o colocan a quien escribe en el papel de víctima. Cuando la forma obedece al ego, el poema resulta cursi, falso, o tiene el tufo de lo sentimentaloide.
El cuerpo y el mundo se encuentran en el tiempo del poema, donde es posible volver a la infancia pero desde lo que uno es ahora. Esa distancia permite la intensidad plena, como en “La canción de cuna”, de Rosario Castellanos:
¿Es grande el mundo? Es grande. Del tamaño del miedo.
¿Es largo el tiempo? Es largo. Largo como el olvido
¿Es profunda la mar? Pregúntaselo al náufrago.
(El Tentador sonríe. Me acaricia el cabello
y me dice que duerma).
Es esa misma distancia lo que diferencia un poema cursi y uno en el que el amor se derrama en lo cotidiano. De Pizarnik, “Exilio”:
¿Y quién no tiene un amor?
¿Y quién no goza entre amapolas?
¿Y quién no posee un fuego, una muerte,
un miedo, algo horrible,
aunque fuere con plumas,
aunque fuere con sonrisas?
Versos en los que el amor se muestra, aunque no sea usual en ella. El amor no está reservado al género femenino, obvio, y creerlo puede cargar de sentido peyorativo el término “poetisa”, a quien de lo que se podría acusar es de no tomar la distancia que transmuta el lenguaje.
Ser poetisa ya es valiente; pues ser escritora —territorio usual del protagonista hombre que “dice” la historia—, mujer —en el competitivo campo literario—, y encima poeta es, incomprensiblemente, una batalla perdida por nuestros prejuicios.
La mirada femenina que integra la experiencia y el valor del tiempo interior, sea éste en la forma del tiempo religioso, el contemplativo o el inaprensible, puede rastrearse en la literatura con independencia de quien la escribe, hombre o mujer, pues, como diría Butler, el sexo de nuestro cuerpo no condiciona el resto de nuestra identidad, aunque sea innegable que repercute en nuestro modo de estar en el mundo, y no falta en ningún género literario ni artístico. La mirada que se repliega es inevitable en cualquier observador que toma conciencia de sí a la luz del fuego.