España - México
08 de octubre del 2016

Aunque aún se discute si México y su literatura conforman un todo indivisible, desde hace por lo menos un siglo los narradores norteños han plasmado las diferencias de lenguaje, pensamiento, idiosincrasia, clima, paisaje y atmósfera que demuestran que este país es muchos países, y que cada uno de ellos cuenta con particularidades que los distinguen de los demás. Desde algunos miembros del Ateneo de la Juventud (Martín Luis Guzmán, Alfonso Reyes y Julio Torri —que bien podrían ser considerados fundadores de la literatura mexicana contemporánea—) y los clásicos de la Revolución (como Rafael F. Muñoz y Nellie Campobello), hay en la narrativa norteña un “aire de familia” que niega esa impresión, tan presente en la mente de ciertos críticos, de que la narrativa del norte publicada en los últimos años surgió de la nada, en una suerte de “generación espontánea”, debido, entre otras cosas, a fenómenos como las oleadas migratorias hacia los Estados Unidos, la sobrepoblación en las ciudades fronterizas o la violencia originada por los cárteles del narcotráfico.

No, la narrativa del norte no es un movimiento reciente y su producción tampoco está ligada a ningún suceso específico. Desde hace mucho, los narradores formados en las regiones septentrionales del país —emigrados o no a la capital— se dieron a la tarea de escribir sobre sus obsesiones literarias particulares, sobre sus universos internos, sobre las experiencias que les iba dejando la vida, la mayor parte de las veces sin que les importara si tales temas tenían que ver con una realidad social específica o si descubrían con sus relatos geografías inéditas para la literatura mexicana. Y si la primera generación nació tan entera que su obra devino piedra angular de una tradición, las siguientes promociones ratificaron su entrega vocacional a la literatura contemplada como arte mayor. Autores como Ramón Rubín, José Revueltas, Edmundo Valadés, Abel Quezada —quien destacó, sobre todo, en la caricatura, pero es también un cuentista sui géneris— e Inés Arredondo, fueron apareciendo en el panorama de las letras nacionales para elevar el oficio narrativo hasta su punto culminante, en lo que se refiere al dominio de las técnicas, calidad estilística y profundidad en las historias. Todos ellos conservaron la variedad temática, de acuerdo con sus intereses personales, e incluso la ampliaron: combinaron hallazgos estructurales, estilísticos y estratégicos con argumentos donde lo social se mezcla con lo subjetivo, la realidad con lo onírico o lo fantástico, el oficio literario con la vida, lo urbano con lo rural, la experiencia individual con los acontecimientos masivos. Atentos a las transformaciones de su tiempo, centraron su atención en el interior del ser humano moderno sin soslayar los sucesos objetivos. Casi todos ellos, además, emigraron de su región de origen a la capital del país; pero incluso éstos llevaban grandes porciones del norte en la cabeza, como Daniel Sada, Federico Campbell y Víctor Hugo Rascón Banda, que, aunque no circunscribieron del todo su obra a una temática y a un lenguaje norteños, la mayor parte de su quehacer narrativo siempre estuvo permeado por ellos. Y entre los que se quedaron en casa, destacan, sobre todo, Jesús Gardea y Ricardo Elizondo Elizondo, quienes, junto con el mencionado Daniel Sada, conforman lo que en la década de los 80 fue conocido como el grupo de “narradores del desierto”.

Fue acaso en esta etapa cuando quedaron fijos algunos de los aspectos de la narrativa del norte, que ya estaban presentes desde los tiempos de Martín Luis Guzmán, pero en ese momento pasaron desapercibidos porque no se contaba con una perspectiva adecuada: el lenguaje, el espacio y la acción. La obra de los narradores del norte muestra, casi siempre, una preocupación por las palabras, tanto en lo que se refiere a captar los términos de uso popular, como a aprehender el ritmo y la respiración del habla de los habitantes del norte. Otro aspecto es la presencia del paisaje —rural o urbano— y el clima. No podría ser de otra manera, ya que ambos, léxico y hábitat, constituyen el pensamiento y el modo de ser norteños: la idiosincrasia. Y el último elemento es la acción: en la narrativa del norte predominan el movimiento y la tensión dramática que se desenvuelve en espacios abiertos, por encima de la reflexión o las escenas desarrolladas en ámbitos cerrados.

Estos aspectos fueron asimilados por quienes se dieron a conocer en la década de los 90, que añadieron a los ya citados un cuarto elemento fundamental en sus obras: la presión de la cultura norteamericana, de sus usos y costumbres, de su idioma; sobre todo en las ciudades de la franja fronteriza. Y si bien, los más mencionados en este grupo son Élmer Mendoza, David Toscana, Luis Humberto Crosthwaite, Cristina Rivera Garza, Juan José Rodríguez y Julián Herbert; se trata de una promoción bastante fuerte, formada por muchos nombres más, que ha plasmado, ya de manera indeleble en el imaginario colectivo, la existencia de un norte mexicano diferente al resto del país, con hombres y mujeres que presentan ciertas particularidades diferentes respecto del resto de los mexicanos, con historias que sólo pueden ocurrir, digamos, en Tijuana, en Culiacán, en Monterrey, en Mazatlán, en el desierto, en la sierra o en esa zona ambigua donde se dan las fantasías oníricas o fantásticas. Con esta camada, que fue la última en darse a conocer en las postrimerías del siglo XX, aparecieron dos nuevos aspectos más que caracterizan a la narrativa del norte en la actualidad: la experimentación constante (la búsqueda de nuevas formas de expresión, cuya principal impulsora es Cristina Rivera Garza) y la internacionalización de la obra de los autores, que poco a poco se ha ido vertiendo a distintas lenguas.

Por supuesto, como ocurre con cualquier literatura regional, nacional o idiomática, la narrativa del norte está en constante cambio, en evolución, y los escritores de la última promoción que pertenecen a ella —los que aparecieron en el cambio de milenio y se han dado a conocer de modo definitivo en el siglo XXI—, sin abandonar las bases establecidas por la tradición, continúan explorando caminos nuevos, abriendo nuevas rutas tanto temáticas como técnicas, acudiendo a géneros y subgéneros antes desdeñados por narradores y críticos —como la ciencia ficción y sus derivados—, con el fin de mantener en el centro del debate literario esa producción regional que cada vez conquista más espacios y llega a un número mayor de lectores.

Frases
Eduardo Antonio Parra
  • Escritores invitados

León, Guanajuato, 1965. Es narrador. En el año 2000 obtuvo el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo con Nadie los vio salir (ERA, 2001). Su libro más reciente es Desterrados (UANL/ERA, 2013).

Fotografía de Eduardo Antonio Parra

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