México
11 de noviembre del 2016

El juglar se acerca a la jaula del condenado dando brincos, gritando para que la gente se congregue:

—¡Acérquense!, ¡acérquense!, ¡acérquense!, estimados caballeros. Este día es de luto y de gloria. Nuestro príncipe ha muerto, pero aquí tenemos al hombre que lo mató —y señala al condenado, quien está sentado en una esquina de la jaula, recargado sobre los barrotes de hierro; tiene el cuerpo arqueado y tembloroso.

El juglar continúa su discurso:

—El luto invade a todo el reino, roguemos por el alma bondadosa de nuestro príncipe, protector de estas aldeas. Su cuerpo aún yace en el palacio para los protocolos funerarios que marca la tradición, pero hoy estamos aquí para mirar cómo se hace justicia en este reino. La jaula está colocada sobre un armazón de madera, cerca de la piedra circular de las ejecuciones; alrededor hay una valla para contener a las personas. El juglar se empeña en dar sus saltos alrededor de la jaula, apenas alzando su pie del piso. Luego se detiene un momento para dar la siguiente versión de lo acontecido.

—Nuestro valiente príncipe estaba defendiendo la guarnición de la parte noroeste de la ciudad, cuando las despiadadas tribus bárbaras irrumpieron tras la muralla; el príncipe, antes de huir o retraerse permitiendo que esas huestes pasaran por la muralla, los enfrentó sin el protocolo de guerra. Fue una batalla de grandes dimensiones, entre sus pertrechos de guerra ellos traían toros. Sí, honorables caballeros que me escuchan, como miembros de tribus antiguas de pastores ellos utilizaron sus rebaños de toros para aplacar a nuestras tropas. Así fue como el príncipe perdió a sus militares más valientes, más audaces, porque entre la estampida de animales y hombres no hay forma de establecer proporción alguna. Fue una batalla desigual. Nuestros militares fueron pisoteados por los toros azuzados con unas enormes antorchas en las cornamentas. Nuestra majestad el rey recibió de los atalayas informes del fuego que bajaba sobre la parte noroeste de la muralla, antorchas vivas se movían. Su luz resaltaba en la oscuridad de la madrugada. La batalla se extendió hasta el amanecer, nuestras tropas en todo momento defendieron la guarnición, mostraron mucha valentía y enfrentaron a cabalidad a las tribus norestinas. Caballeros, nosotros odiamos a los norestinos. Utilizan hasta sus elementos de subsistencia para la batalla. Los toros más salvajes han sido domesticados por ellos. Han podido atrapar toros en las llanuras más agres-tes que el hombre pueda imaginarse. ¿Para qué?, pregunto. Para ser utilizados como punta de lanza en el asalto a la ciudad. La parte amurallada en la frontera noroeste ha sido controlada por ellos. Según nuestros testigos este hombre hirió de muerte a nuestro queridísimo príncipe.

El juglar se acerca y empieza a golpear con su bastón la jaula de barrotes de hierro donde está detenido el prisionero.

—No aceptamos la versión de que nuestro príncipe fue pisoteado en la estampida; fueron las inmundas manos de este hombre las que segaron su vida. Por eso va a ser inmolado el día de hoy. Un hombre civilizado de este reino jamás abusaría de la nobleza de un animal que lo provee de sustento para llevarlo a la batalla. Matando a uno es posible exterminar a todos, hasta que no quede ningún hombre de la tribu de los norestinos. No nos puede causar compasión la muerte de un norestino, cuando ellos están en los alrededores de la ciudad.

El juglar se acerca a la jaula donde está el condenado, amarrado con grilletes en los tobillos y la mirada extraviada. Sólo un pedazo de tela le cubre los genitales.

—Pero como marca la tradición en este reino, es mi deber hacerle una pregunta a este hombre antes de ser sacrificado.

El juglar alza la voz para enfatizar su pregunta; poco a poco más gente se va congregando, niños, ancianos, tratando de abrirse espacio para contemplar mejor el espectáculo.

—¿Por qué llevaron toros a la batalla?

El juglar insiste con su pregunta, el hombre apenas si puede alzar la cabeza, tiene el cabello largo, salpicado de tierra. Ante la insistencia del juglar, el detenido, con voz apenas audible, contesta:

—Gracias al mbxii tii, el pájaro azul de la medianoche; con su canto supimos que nos anunciaba algo. Nuestros antepasados nos dijeron que este pájaro regresaría a darnos una cierta época de paz, para lograr aquello engendró hijos toros con nuestras mujeres. Nuestro gobernante nos manda con ellos a la guerra. Somos los humanos quienes siempre salimos heridos o muertos. Nos anima la certeza que después de cada batalla nuestros hijos, los toros, regresarán a casa para cuidar de sus madres. Nosotros somos débiles, ustedes rompen la formación de batalla con sus poderosas flechas y hieren a nuestros hermanos.

El juglar se exalta y grita:

—¡Así lo marcan las leyes de guerra! Usted no está acá para decirnos cómo hacer la guerra sino para ser sacrificado.

Aun así el prisionero, con voz más débil, sigue hablando.

—En las tribus norestinas no existen leyes de guerra, ustedes han amurallado la parte noroeste más allá del río, en nuestros territorios. Nuestros hijos necesitan campo. Gracias al mbxii tii hemos tenido hijos obedientes, sumisos, dispuestos a librar batalla. Nos obligan a movernos hacia al norte, donde los lagos y los ríos están congelados en invierno. Es cientos de veces más horrible morir de frío, que enfrentarlos con nuestros hijos en una batalla. Dígale a su rey que la nieve mata. Hay toros que tienen el pelaje grueso, aun así mueren por las heladas. Mientras ustedes saborean bebidas y comidas calientes, nosotros nos congelamos en el norte. Ustedes saben mucho de muerte, catapultas y lanzas. Edifican ciudades, necesitan comer carne, ¡nunca se sacian! Nuestros hijos pueden andar en el campo sin hacerle daño a nadie, nuestros hijos saben más de paz que ustedes. Ellos reclaman un territorio libre para pastar. Dígale a su rey que sobre el hielo no crecen plantas. Esta batalla que hemos librado no es por nosotros, simples hombres de carne y hueso. ¡No! Es por nuestros hijos que reclaman vivir.

El juglar interrumpe al condenado envuelto en una especie de ira, recomenzando sus brincos alrededor de la jaula del detenido, denunciándolo:

—¡Usted mató a nuestro príncipe, protector de estas aldeas!

Y hace una señal con la mano. Se acercan cuatro verdugos con capucha oscura en la cabeza. El cuchicheo de la gente se acrecienta, se apretujan al lado de la valla donde se alza la jaula sobre el armazón de madera. El detenido intuye que se acerca el momento final. Uno de los verdugos camina hacia la jaula y abre la puerta. Quita los grilletes de los pies del condenado y lo arrastra hacia fuera. El hombre aferra sus manos en los barrotes, esto provoca mayor expectación entre la gente. Los otros verdugos van y golpean las manos del detenido para que se suelte. El hombre cae al piso desde la altura donde está empotrada la jaula. Se golpea la nariz de donde va manando sangre, sus ojos respiran miedo. Un verdugo le arranca el pedazo de tela que le cubre los genitales. Los otros verdugos lo levantan del piso y lo colocan sobre la piedra circular. Sus costillas parecen varas, le amarran los tobillos con correas sujetas a la piedra. Lo estiran de los brazos, completamente desnudo, sus testículos están cubiertos de un puño de pelaje. Todas las cuerdas están sujetas a una polea que comienza a ser movida por un caballo; poco a poco revientan sus extremidades. Dos de los verdugos van limpiando con un trapo la piedra. Escuchan lo que el condenado resuella antes de morir.

—Nuestros hijos saben más de paz que ustedes.

Pergentino José Ruiz
  • Escritores invitados

Buena Vista Lochixa, Oaxaca, 1981. Es narrador. Su más reciente libro es Hormigas rojas (Almadía, 2012).

Fotografía de Pergentino José Ruiz

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