La casa de Faulkner está a unas siete horas de camino desde New Orleans, al final de una autopista intachable cercada de abedules. El destino del viaje es una colina del pueblo de Oxford, en el estado de Mississippi. Allí se alza la vieja casa de madera, presidida por un pórtico de columnas blancas jaspeadas de moho. La universidad del estado la ha acondicionado como museo: un memento mori en medio de la floresta espesa y húmeda del sur de los Estados Unidos.
Lo primero que me llamó la atención de Oxford fue su silencio. Las ciudades gringas, con notables excepciones, tienen un aire de acuario vacío, de pueblo de Lego. Era el 2009 y la presidencia de Obama causaba furor. Estaba ayudando a unos amigos a mudarse al sur de Texas, y tras instalarse en su nueva casa habíamos decidido recorrer esa parte del país. Después de tres días en New Orleans abandonamos sus calles sembradas de plátanos y emprendimos el camino hacia el norte. Había llegado a Mississippi buscando a Faulkner. O mejor: iba detrás de su tumba y sus rastros, víctima de una obsesión necrológica de la que ya me he curado, pero que, en esa época era inevitable.
Llegamos al pueblo pensando en él como una maqueta, una especie de anacronismo inofensivo del mapa. Pero los anacronismos inofensivos no existen. Caminando desde el motel de carretera en donde pasamos la noche, lo primero que distinguimos ondeando en la cima del Palacio Municipal fueron los colores de la bandera confederada, como si los fogonazos de la Guerra Civil aún aluzaran los aires. Aquella imagen fue el inicio de un motivo que determinaría el resto del viaje, desde las camisetas con la leyenda “It's not hate, it’s pride” —vista innumerables veces en los pechos de los transeúntes mientras deambulábamos por las calles— hasta el silencio envolviendo la medalla del Nobel, que encontramos incrustada como algo innoble en una urna lacrada de polvo en medio de un cuarto azotado por la falta de fondos públicos. Era la ansiedad que se fue apoderando de todos cuando nos dimos cuenta de la uniformidad psicópata de aquel espacio. Una sensación agudizada por el contraste: después de todo, veníamos en correría desde Ciudad Juárez, El Paso, capital mundial de los tacos al pastor y el pachuco style.
Por eso nadie podrá imaginar mi impresión cuando entramos a una heladería al final de nuestra caminata desde el motel, acosados como perros por la humedad y la canícula. Después de cruzar la puerta experimenté por primera vez la soledad. No la romántica soledad adolescente de Byron, sino la real, la que mata. Los niños mirándome como si hubieran visto a una jirafa. No fue sólo sentirse diferente por contraste; el solitario alfil de las negras. Sobre todo fue la certeza de que en la perfecta geometría de aquellas mesas y sillas de plástico, en las sonrisas complacientes de todos los que esperaban en las filas (aquel rictus gringo que significa al mismo tiempo hola y “fuck off”), en la limpieza reluciente de los pisos y en el futuro condenado de los niños mirándome con asombro, nunca sería permitido el espacio, por los siglos de los siglos, para que alguien como yo respirara. Pedimos unos helados que fueron entregados con eficacia displicente y devorados con el afán desencantado de los que tienen que regresar sin remedio a la calle.
Un par de horas después nos tomábamos una fotografía digna de haber sido captada con menos años, o tal vez nunca: sobre la lápida de Faulkner mirábamos entre incómodos e incrédulos al lente, bebiendo una cerveza de lata que nos pareció acorde a la ocasión. Una de esas infames Coors Light que obran el milagro de hacer que las Tecate sepan a gloria. Todos tratando de merecer el instante. En cierto momento alguien había creído descubrir las casas en donde acontece El sonido y la furia, y un asombro general sacudió las cabezas, que giraron frenéticas buscando alrededor, como las de un corrillo de gallinas asustadas. Todos abotagados por el calor asesino y sintiendo con las manos el frío de la lápida abandonada. Unos turistas del error.
Esa misma noche fuimos a un bar de la plaza central del pueblo. Estábamos cansados, francamente decepcionados, aunque sospecho que nadie lo quería reconocer en público. Nos tomamos un par de cervezas y en un momento dado decidí salir a fumar. El efecto acuario no se había diluido pero al menos, pensé, en la noche todos los gatos son pardos. Estaba mirando al cielo despejado de la noche cuando un hombre se me acercó. No se anduvo con rodeos: después de asegurarse de que mi cigarrillo no fuera marihuana (era un cigarrillo sin filtro), me preguntó qué andaba haciendo por allí. Su pregunta me tomó por sorpresa, pero tuve el tiempo suficiente para darme cuenta de que andaba borracho. No completamente, el hombre navegaba en aquella fase donde florecen la amistad y los botellazos, prestos e intercambiables. Así que jugué seguro: balbuceé algo sobre nuestra peregrinación en búsqueda de Faulkner (sí, use la palabra peregrinación), sobre la casa de marras en cuyas paredes había visto el croquis colorido de uno de sus libros, sobre la tumba pedregosa y ceniza. Hice una pausa para fumar. El hombre hizo entonces una pregunta que me heló el corazón: “Do you know when was the last time we had a murder around here?”. Negué con la cabeza. “Seven years ago”, dijo, formando con sus dedos el número siete frente a mi cara, en una pausa ridícula y siniestra. “And I’m gonna give you some free advice”. El filo de su índice apuñalándome el pecho: “If you don’t mess with anybody, nobody is gonna mess with you”. Muchas cosas se me ocurrieron para responderle, pero una repentina consciencia de mi posición en el mundo me dictó salir lo más pronto posible de aquella situación. Apagué el cigarrillo, le di las gracias por el consejo y queriendo dejar todo aquello a mis espaldas me regresé a nuestra mesa, atrincherado allí por el resto de la noche.
En Luz de agosto hay una escena que precede a la castración de Joe Christmas y que siempre me ha cautivado. En ella un piquete de hombres penetra a la fuerza en la casa del pastor, persiguiendo al protagonista, que se ha refugiado en su interior. La casa está envuelta en unas “tinieblas de claustro”, que son rasgadas por la “salvaje luz” que los hombres traen consigo a sus espaldas: el terrible sol del verano del sur de los Estados Unidos. La escena precede y prefigura lo que se desarrollará a continuación: la eliminación sádica del otro. La hace también innecesaria: el lector no tiene por qué asistir a la atávica animalización de Christmas, cuando toda su terrible eminencia se encuentra ya en aquellas partículas de luz flotando en la oscuridad sacra y sofocante de la casa. Aquella noche en Oxford, de camino a la calle antes de abandonar el bar y el pueblo para siempre, el borracho aquel se colgó de mi cuello, anclado como estaba tomando en la barra desde el final de nuestra conversación. Pasaba por su lado y sin mediaciones, como pagando una deuda, se levantó y empezó a contarme una historia que le había escuchado a su abuelo cientos de veces. No tuve más remedio que escucharle.
Nunca repetí sus palabras. Mucho tiempo después, a miles de kilómetros de distancia, fui a cortarme el pelo a la peluquería de mi barrio, en una ciudad que se alza en medio del desierto de aquella América astral de la que hablaba Baudrillard. Obama ya era una historia de cuento de hadas (¿fue alguna vez algo distinto?) desvaneciéndose ante la inverosímil presidencia de una estrella de televisión. La política estadounidense actual sigue a rajatabla el guion de un reality show barato y predecible. Siempre he vivido en el Southwest, en la frontera norte del antiguo imperio y el elástico confín septentrional del actual. Mi barrio es el barrio chihuahuense, versión Cuauhtémoc, de la ciudad. Aquí no es difícil encontrar espléndidos tacos de asada ni un corte de pelo de diez dólares. Lowriders y tecates por doquier. Siempre que voy al salón me hago atender por Sofía, una señora que trabaja de lunes a sábado en jornada completa en el salón, propiedad de otra mujer de Cuauthémoc, su jefa. Las dos trabajan tiempo completo en un local entrañable, en donde me siento como en casa. Sofía es dicharachera, buena gente, una chihuahuense cabal. Esta vez la que no se anduvo con rodeos fue ella. Mientras se afanaba en mi cabeza, los dos escuchando en la tele del salón la alharaca oportunista de Univisión sobre las deportaciones, me preguntó con la confianza que nos tenemos si no nos deberíamos preocupar.
Una rabia espontánea subió por mi garganta, asqueado de todo: de la estupidez cruel que se apoderaba del país, de la condescendencia liberal que ayudó a catapultarla, de la certidumbre de que los que iban a sufrir las consecuencias serían los de siempre. Y recordé aquel extraño viaje de hace ocho años, cuando fuimos a visitar la tumba de Faulkner y en su lugar nos encontramos con la momia fragante de los Estados Unidos: un pueblo parapetado en la nostalgia, preso del ostracismo y el recelo. El país de Trump. Pero también el de Obama. Tranquilicé a Sofía lo mejor que pude, balbuceando de la mezquina manera que mi propia inseguridad lo permitió. No tengo ninguna disculpa: yo también andaba, ando, asustado.
Aquella noche en Oxford noté de inmediato que el tono del borracho había mudado al de la confidencia. “Faulkner, eh?”, me había dicho. Entonces me habló de un viejo encorvado guiando su mula de vuelta del bar, ese mismo bar, trastabillando todas las noches en el camino a casa sembrado de malvas. Un ritual repetido tantas veces que se había grabado en la memoria de las gentes de su pueblo. En la historia el viejo va vestido de traje, dibujada en la tela la forma de las sillas de la cantina, el nudo de la corbata siempre a punto de la disolución definitiva. Su estado es evidente por la humedad luminosa de la frente, por el desorden de nido de pájaro del pelo, por los ojos fanáticos. Palmotea de vez en cuando el lomo del animal, le susurra cosas al oído, se apoya en las paredes sucesivas, tropieza y cae de vez en vez sin mayores consecuencias hasta llegar al bosque, que atraviesa de memoria en medio de su oscuridad ululante hasta escuchar su propia respiración agitada frente a la casa blanca de la ladera, donde se pierde bajo el pórtico de altas columnas, jaspeadas de moho, después de amarrar su mula en la entrada. Antes de zafarme y desaparecer en la noche, todo eso me contó y yo lo escuché soportando su peso hasta que consideré que había terminado.
No había contado nunca esta última parte de mi incursión en el gótico sur estadounidense. ¿Por qué no lo había hecho? Tal vez porque arruinaba una ficción que me permitió por años desechar toda la experiencia, asqueado del prejuicio: la de las fronteras inamovibles, la de los pueblos de Lego. Es la misma mentira que ahora se vende como moneda corriente y cuya fragilidad sólo pueden proteger el cinismo o el miedo. Pero sólo basta el recelo, el arrobo de un testigo para romper el hechizo. Aquel hombre de Oxford, borracho, contradictorio y orgulloso, habitante de provincia, lo logró. Perdida en la noche, transmitida por generaciones, esa imagen íntima de Faulkner que su abuelo le legó ahora nos pertenece; no a los habitantes de un pueblo o al repertorio de sus cantinas ancestrales, no a un cajón olvidado en los recuerdos de una generación confundida por la nostalgia. Ahora la rescato y comparto con todos, porque es una historia a la que tenemos derecho, los de ahora, los que llegamos a los Estados Unidos sin saber si es isla o barco, porque es nuestra y podemos hacer con ella lo que nos plazca. Incluso desecharla si nos place.
Quiero creer eso. Quiero ir al salón y decirle a Sofía mientras me acaricia el pelo, de una manera que me recuerda a mi madre mientras me preparaba de niño para ir al colegio, “ya estamos aquí, usted y yo, para quedarnos”.