Columna Semanal
31 de agosto del 2016

Es trágico que muchos de los desacuerdos sociales emerjan de la contingencia de las opiniones. El ser humano, aislado en la solitaria subjetividad, parece incapaz de mirar con empatía las circunstancias del otro. “Yo soy yo y mi circunstancia”, dijo Ortega, y pedía salvar ésta para salvarse a sí mismo. Por eso Ortega será recordado como el más individualista de los filósofos hispanos. Tal apunte no carece de profundidad y, al contrario, refleja con atino el desesperado intento de cada hombre por salvarse a sí mismo y a su circunstancia, capaces de defender las más precarias opiniones siempre que éstas nos convengan. De aquí que Richard Rorty, ese “liberal burgués posmoderno”, recomiende abordar con ironía nuestras contingencias a fin de forjar la solidaridad.

Digo lo anterior a manera de introducción, no para justificarme, sino para dejar claro que, habiendo dedicado arduas horas a la escritura, el plagio de una tesis es un tema que me indigna. No espero que el lector comparta mi sentimiento, sino sólo que entienda la circunstancia desde la que escribo y así juzgue estas líneas. Si no hemos de liberarnos de nuestros juicios deberíamos por lo menos hacerlos evidentes.

No es el caso particular del presidente lo que me inquieta. Me sorprende, en todo caso, que sólo haya sido el 30% y no todo el documento. El mismo Martin Luther King fue acusado de plagiar su tesis doctoral, cargo que resultó cierto, mas no redundó en una anulación de su título debido a que la Universidad de Boston dictaminó que la tesis era meritoria en su totalidad. Y no comparemos a Luther King con Peña Nieto, pero no ignoremos tampoco que ni el carisma del líder social lo salvó del escrutinio público. Lo que realmente llama la atención, entonces, es la reacción que desde dos frentes ha seguido al reportaje de Carmen Aristegui. Dichas reacciones son, por un lado, la de un gran número de mexicanos, quienes decepcionados por la ahogada “bomba mediática”, han decidido simplemente que el hecho no les interesa, acusando a Aristegui de amarillismo y reclamando que no haga lo mismo con el señor López Obrador. ¿Acaso no hay otros periodistas en México? Otro motivo para tan desangelada respuesta, creo yo, debe ser la identificación de cientos de estudiantes con el joven Peña Nieto, quien no vio el problema de plagiar unos cuantos párrafos -muchos, mejor dicho- en un documento que seguramente sólo servirá, como ha dicho el polemista, “para alimentar la llamas del infierno”. Está también el hecho ineludible de que, ante la descomposición ética de nuestros gobernantes, el plagio de una tesis está muy abajo en la lista de las faltas que se han cometido en el sexenio. ¿Qué es un plagio junto a una masacre o la corrupción? Cuando la caída es profunda, los pecados menores no causan anatema.

La otra reacción, más encomiosa, es la popular política de “no hacer nada” del actual Gobierno, o en “el mejor” de los casos, pedir una disculpa más tarde. Si un sindicato sitia la ciudad lo mejor es no hacer nada; si los empresarios se unen a la huelga, mejor desaparecer por un tiempo; el presidente incurre en deshonestidad académica, “irrelevan­te”. Pensaba Giovanni Sartori que “la política es el hacer del hombre que, más que ningún otro, afecta e involucra a todos”. Lo que no previó Sartori es que muchas veces la forma más efectiva de afectar es, paradójicamente, no hacer nada. O también, como hacen otros, empeñarse en seguir haciendo lo mismo, que es otra forma de no hacer nada.

A Maquiavelo se atribuye haber separado la política de la moral -ya Jesucristo había reconocido entre los reinos de César y Dios-. De aquí que muchos políticos digan tener a El príncipe por biblia, aun cuando pocos lo hayan leído, ya que si bien todos parecen conocer la máxima “más vale ser temido que amado”, pocos reparan en que el límite del temor está en el odio. Un príncipe odiado está a punto de ser derrocado o de volverse tirano. Si el Gobierno no hace nada muchas veces lo hace porque es lucrativo no hacerlo. Otras veces no lo hace debido a su incompetencia. A los llamados a hacer “uso legítimo de la fuerza” se antepone la ilegitimidad democrática y ética, de quienes detentan el poder. No importa lo que haya dicho Hobbes: sin Gobierno legítimo no hay fuerza legítima.

Más desesperanzadora resulta la inacción ciudadana. Ante la pasividad de Estado se erige la más terrible pasivi­dad de quienes no juzgan al Gobierno a fuerza de no poder lanzar la primera piedra. La decadencia ética del Gobierno se confunde con la decadencia ética del pueblo, creando una contingencia en la que, de tanto mentir y plagiar, ya nadie sabe si lo que piensa es correcto ni muchos menos verdadero. En el fondo de este abismo escucho la voz de José Martí: “El pueblo que soporta a un tirano, lo merece”.

 

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