¿Cuánto dura un siglo? Casi nadie ignora que en el tiempo cronológico un siglo dura cien años, ordenados a partir del nacimiento de Cristo. Mas al hablar de un siglo en particular, el siglo XX por ejemplo, sería grave error no reparar en que los siglos históricos difieren de los ciclos de cien años, alargándose o compactándose según la densidad de los acontecimientos que le dan consistencia. El siglo XX no comenzó el 1° de enero de 1900, sino el 28 de julio de 1914. Fue un siglo “corto”, además, ya que para muchos terminó prematuramente el 9 de noviembre de 1989 con la caída del muro de Berlín. Para otros, el siglo XX terminó el pasado 25 de noviembre con la muerte del “último gran hombre” del siglo XX: Fidel Castro.
Thomas Carlyle, ensayista decimonónico escocés, pensaba que la Historia del mundo es la historia de unas cuantas grandes personalidades. Atendiendo a esta definición, la muerte del comandante Castro marca el fin de un siglo lleno de violencia bélica, crecimiento económico, destrucción ambiental, desigualdad, desarrollo tecnológico y democracia liberal.
El siglo XX nació con una guerra y otro se desvanece bajo la amenaza de una nueva. El historiador Eric Hobsbawn llamó “era del Imperio” al periodo anterior al siglo XX (de 1870 a 1914), nombre que conjunta los dos fenómenos más representativos que acontecieron en estas fechas: el surgimiento del nacionalismo y la consolidación de la democracia representativa. Ambos factores, nacionalismo y democracia, reventaron en una orgía de violencia, de sadismo nacional-socialista, de terror comunista y de liberalismo fascista, que parieron el siglo XX. Hoy, democracia y nacionalismo se encuentran nuevamente alimentadas por el fracaso de los modelos económicos que hace apenas un par de décadas pregonaban “el fin de la historia”; sobre el fatal matrimonio se postra la infame figura del próximo presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. Hoy, como hace cien años, es necesario repensar la democracia.
Mientras los románticos de la izquierda lloran a Fidel, los liberales de derecha celebran la muerte del “último dictador” del siglo XX. Héroe y villano, libertador y tirano, Fidel es acaso la figura más representativa de su generación por las paradojas que encierra. Dictador, lo fue, sin duda; pero menos dudas quedan del respeto y cariño que le profesa el pueblo cubano, al menos de aquellos que no fueron despojados de sus riquezas por la Revolución; de la mayoría en todo caso. No conozco a profundidad el sentimiento del pueblo cubano, pero un recuerdo me queda de esa gente tan culta y consciente: en un bar de la Habana en el año 2013, la mujer que atendía me dijo: “una cosa envidio de México, que ustedes pueden elegir a sus gobernantes”. Gran vergüenza sentí al reparar en lo que acabábamos de hacer con nuestro privilegio democrático: elegir al tirano.
En su obra clásica La Sociedad Abierta y sus Enemigos, el filósofo vienés Karl Popper hace una defensa apasionada de la democracia liberal bajo la premisa de que lo importante no es el gobernante, sino la forma de elegirlo y de ser necesario la posibilidad de destituirlo sin violencia. Ante las incontables muestras de descontento de ciudadanos que exigen la renuncia de sus gobernantes (Francia, Corea, Argentina, Brasil, México, etc.), el recurso a la violencia del Estado y la impotencia de las personas ante la corrupción y el endeudamiento público para beneficio privado, cabe la duda de si no será en realidad más importante quién nos gobierne que la forma de elegirlo.
Un héroe, escribió Carlyle, se puede reconocer por su sinceridad. Fidel confiaba en que la historia habría de absolverlo. Más sabio sería pensar como Walter Benjamin que “ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo si éste vence”.