La vaga ambición, Antonio Ortuño, Páginas de Espuma, 2017
Aparte de su antología Agua corriente (2015), el jalisciense Antonio Ortuño (Zapopan, 1976) había publicado ya dos libros de relatos, El jardín japonés (2007) y La señora Rojo (2010), también en el sello español Páginas de Espuma, y con La vaga ambición, su tercer título en ese catálogo, obtuvo en 2017 el V Premio Ribera del Duero. Bregado pues en la distancia del cuento, Ortuño muestra en su nuevo libro una madurez narrativa que apuntala y refina los rasgos que ya señalábamos en esta misma revista hace tres años: “el ritmo eléctrico de su prosa, un sentido del humor digno del gran Ibargüengoitia [...] y una capacidad innata para convertir lo que en otras manos quedaría en crónica social en material literario de altura”. En perspectiva, dicha madurez abarca también su novelística, de la que cabe destacar en este contexto Recursos humanos (2007), La fila india (2013) y, sobre todo, Méjico (2015), obra de algún modo conectada con La vaga ambición, desde una suerte de homenaje y diálogo con las generaciones inmediatamente anteriores —el exilio español obrero y familiar allí, la memoria de la madre aquí—, hasta los trazos autobiográficos, diluidos sin embargo y en su justa medida en la ficción.
La vaga ambición toma el título de Los miserables, de Victor Hugo, y, como la obra magna del francés, se sirve de seis relatos breves —un enorme mandoble o seis navajazos, el resultado es el mismo— para lograr aquello para lo que están hechos el lenguaje y la literatura: no sólo nombrar las cosas, sino decir verdad al rasgar el velo que suele cubrirlas, con el afán de presentarlas en toda su crudeza, pero sin renunciar en esa operación a la belleza. “Un trago de aceite”, la cuchillada inicial de este empeño, marca la pauta de un libro en el que su autor demuestra haber cuidado el orden de los cuentos, abriendo un constante pero sutil juego de engarces en el texto y su imaginario, rastreable para el lector atento. Dicho código se nos cifra no sólo por la primera aparición, también en un ficticio orden biográfico, de Arturo Murray, a quien veremos crecer, ser derrotado y porfiar a lo largo del libro, sino por mostrar dos de los temas medulares de La vaga ambición: el amor a la literatura por encima del oficio y la sublimación de lo real a través de la ficción. En ese primer relato, crónica lateral de la clase trabajadora, el niño escritor traga con su vergüenza ajena y la camioneta de su padre. Así, primero entra dócil al desengaño del mundo adulto, armado de fe en su temprana vocación, a pesar de todo y de todos, para luego intentar huir de la realidad con los materiales que tiene a mano: el San Antonio de este cuento no es la gran ciudad de Texas, sino un pueblito a orillas del lago de Chalapa, como le descubre otra niña, cómplice: “¿Por eso escribes? ¿Por mentiroso?” (p. 21). Más adelante, en el cuento y en el libro, Arturo Murray conocerá la violencia de ese mundo adulto y su traición a cualquier forma de inocencia, tratanto de resistirse con la ambición de ser bueno en algo, aunque sólo sea en la mentira.
En “El caballero de los espejos”, la borgeana premisa de reescribir El Quijote nos habla del plagio y del tedio como motores de arranque de la escritura. El primer crítico feroz de Arturo Murray resulta ser alguien cercano, de quien luego se vengará al humillarle como escritor de éxito. Con un humor cervantino —casi incapaz para la ternura, como sí lo era el de Ibargüengoitia—, que en Ortuño no es otra cosa que un prisma agridulce y descreído, consciente del drama pero capaz de conmover vivamente, el cuento empieza a señalar los odios y rencores de este oficio, no sólo entre sus cofrades, sino también hacia y desde quienes no son gente de letras y las desprecian. Esa radiografía del medio se amplía en “Quinta temporada”, retablo del mundo del guión de series y de una nueva clase media frustrada, además de crónica anunciada de la catástrofe del escritor ante su cotidiana precariedad laboral. El tono confesional del cuento resuena en quien probó y sabe de este oficio —“sin más méritos para estar en él que unos pocos libros bien leídos en la juventud y unas apremiantes necesidades monetarias” (p. 54)—, de sus miserias, de la lisonjería cortesana, los figurones mezquinos, los militantes de guardia y la farándula grotesca. De todos los espejismos en los que el escritor con algo de talento se pierde cuando ya sólo escribe para gustar.
“Provocación repugnante” es un sagaz homenaje literario a maestros como Bulgákov o Walter Benjamin, y muestra sin complejos la conciencia de mediocridad de cualquier escritor sensato ante todos aquellos inmensos narradores, así como la podredumbre moral de tanto escritor —de tanto Iván— plegado al poder. En “El príncipe con mil enemigos”, regresamos de nuevo a esa disección de la a menudo patética naturaleza del escritor, a través de un humor cada vez más ácido, pero no ya en la estela de Ibargüengoitia o Cervantes, sino con denominación de origen de las bodegas Ortuño: “San Uberto, si no por otra cosa, tuvo siempre la fama de ser tierra de alacranes prietos, unos bichos renegridos y rebosantes de veneno. Justo como los poetas de la región” (p. 93).
Cierra el libro el relato “La Batalla de Hastings”, un texto que, sin pretender sentar cátedra, puede leerse como un lúcido ensayo sobre el arte de narrar, pero no con la mugre del hábito académico, sino a camisa partida y navaja en mano: “No vinimos aquí a redactar [...] vinimos a cortar gargantas” (p. 117). Un testimonio lleno de sabiduría y honestidad, capaz de desbaratar los intentos de cualquier pope de la posmodernidad por llevar el ascua de este libro a su sardina teórica, ya caduca, para certificar no sabemos qué muerte de la ficción. Para quien esto escribe, y junto a Yuri Herrera (1970), Antonio Ortuño es el narrador mexicano más singular y universal de su generación. Su literatura muestra de un modo diáfano e incontestable la posibilidad, la necesidad y, también, la brava ambición de seguir narrando. La literatura sucede entre el lector y la página, sólo ahí y en ninguna otra parte, y en las páginas de este libro, en este alegato de la escritura insumisa como un sacerdocio lleno de pecados, en esta emocionante elegía a la madre muerta y en esta búsqueda de sentido a la experiencia, la literatura, como en la obra magna de Victor Hugo, sucede en toda su crudeza y su verdad.