Me han encargado un cometido peligroso y cercano a lo imposible: sintetizar el panorama de la poesía española del siglo XXI. Así que comienzo admitiendo mi fracaso y avisando que mi intención es evitar que este artículo se convierta en un desfile de nombres y citas, pues entiendo que algo así no sirve para mucho. Se trata de resumir quince años de creación poética en un país nervioso como España, y eso significa equivocarse siempre y exponerse a la ira, que entre poetas es una cualidad abundante, de los que nombras por lo que dices y de los que no por ignorarlos; y a la sospecha, porque no trato de ser objetivo: un crítico no debe, y depende de filtros a base de gustos y afectos personales. Así que ahí queda dicho: esto no pretende ser ni riguroso ni verdadero, acaso unos apuntes incompletos y de urgencia. Algo para abrir boca y muy manchado por mi propio paladar.
Y desde esa urgencia voy a hacer un acercamiento, con cierto deje materialista, a este período, apostando por dos acontecimientos que habrían determinado la escritura y repercusión de la poesía española durante lo que llevamos de siglo XXI: la normalización del uso de Internet y el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008, con su antes y su después. Me explico. Los libros y los poetas formados a partir del año 2000 beben de la red de redes y asumen paulatinamente algunos de los códigos y marcos propios del nuevo medio, incorporándolos de manera natural a su escritura. Así la mirada fragmentaria y en profundidad hipertextual, la conexión instantánea y en red a contenidos y personas de todo el mundo; lo que favorece el intercambio estético y la democratización de contenidos culturales antes vedados para la mayoría, y por tanto una difusión y recepción mucho más libre de los corsés institucionales y comerciales. Todo esto acaba estallando en pluralidad y atomizando las escrituras, quedando lejos aquellas ansiedades de escuela tan relacionadas con el peso tradicional de la academia en el control de los contenidos. Hay también, y por la misma razón, un mayor cosmopolitismo en las referencias, rompiendo con esa tendencia endogámica estilística que, salvo las lógicas excepciones, se venía arrastrando desde el franquismo; y aunque también hayamos asistido en los últimos tiempos a cierta reacción conservadora, a mi juicio, ha sido claramente desbordada. Como sea. Internet se filtra en la formación y en la mirada de los poetas del nuevo siglo como un lenguaje naturalizado y comienza a dar obras inconcebibles antes de este fenómeno. Me arriesgo y cito dos: Puerto Rico digital (2009), de Julia Piera, y Caoscopia(2012), de Yaiza Martínez.
Con esa progresiva pluralidad y descontrol poético está relacionado también el estallido de la burbuja inmobiliaria: la época de bonanza a crédito anterior y la crisis salvaje posterior. Tal vez el lector mexicano necesite un breve repaso de los hechos para entender el contexto y su incidencia. Vamos a ello. En 1997 se aprueba en España una nueva Ley del suelo que permite, a corto y medio plazo, la especulación sin límites en el mercado de la vivienda y la construcción, generando una burbuja que estallará diez años después con la onda expansiva de la caída de Lehman Brothers. Durante la época del crecimiento de la burbuja, además de una sociedad sobreendeudada y felizmente ciega en el consumo y el desclasamiento —lo que explica el surgimiento de bastante poesía declaradamente pop a principios de siglo—, los ayuntamientos incrementan, y mucho, sus presupuestos por la venta de suelo público, y las diferentes administraciones regionales o provinciales disponen de mucha liquidez, que, entre otras cosas, invertirán en cultura. Desde algunos disparates megalómanos que hoy son arqueología del derroche, como la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia o la Ciudad de la Cultura de Santiago de Compostela, hasta la burbuja de los premios literarios. Ninguna diputación y ningún ayuntamiento sin su premio de poesía. Con su tufillo turbio, igual que en muchas de las actividades de la época de las vacas gordas que hoy se están destapando y que ya entonces eran vox populi.
Pero no es este un artículo sobre ética o responsabilidades de juzgado, así que volvamos al impacto en la escritura. La mayoría de las editoriales sobrevivían gracias a este tipo de edición subvencionada; la mayoría de los autores noveles entraban en dichas editoriales a través de estos premios, que conforme iban aumentando en cuantía se iban cerrando en una nómina de autores que compartían intereses estéticos, jurados y galardones. Había, pues, un marcado sesgo reproductivo y, por tanto, conservador, determinado no sólo por la mayoría de los grandes premios sino por la sucesión de antologías generacionales, con vocación de canon, que iban apuntalando estas nuevas y viejas voces, en su mayoría asociadas a la estética o al área de influencia de la llamada poesía de la experiencia, cuyo representante más reputado es Luis García Montero. No obstante, fue tal la cantidad de premios durante esos años, que surgieron contrapoderes en forma de otros grupos que también se autorreproducían y, para qué negarlo, autores desgajados de esos bailes que encontraron una rendija por la que colarse. Como fuera, ese control de escuela fue barrido por el estallido de la burbuja, que se llevó por delante la mayoría de estos premios y alguna que otra editorial relevante, abriendo, eso sí, el mercado a experiencias editoriales más modestas pero más osadas. El filtro canónico se ha perdido en esta mutación por crisis y por necesidad.
El de ahora es otro mundo, aunque sigan perviviendo dinámicas del viejo mundo. De aquello permanecen, cada vez más obsoletas, etiquetas como “poesía de la experiencia”, “poesía del silencio o de la conciencia crítica”, y ni siquiera sus antiguos valedores las reivindican y las practican hoy. Permanecen también algunas de las islas lejanas de la corriente principal, como Juan Carlos Mestre o, sobre todo, Olvido García Valdés. Y continúan creciendo los autores que en la primera fase se dieron a conocer mediante los premios o las antologías generacionales, como los vinculados al nuevo realismo de Feroces (1998), del que podemos destacar a Pablo García Casado; o a los que vienen de la ruptura interior de la “poesía de la experiencia”, como los definió Luis Antonio de Villena, y de los que se puede citar perfectamente a Carlos Pardo, el nuevo pop neonovísimo de la primera Elena Medel o el afterpop de Agustín Fernández Mallo y su militancia postmoderna, llegando hasta los intentos de relanzar el canon de la “poesía de la experiencia” ya a nivel hispanoamericano con la antología Poesía ante la incertidumbre (2011) y autoras como Raquel Lanseros. Si hay corrientes, tienen muy poca electricidad, e incluso los autores nombrados se levantan mayoritariamente sobre sus propios libros. Hay una pluralidad y un descontrol poético muy saludable, incluso con un curioso auge de ventas del género que va de autores cada vez más interesantes como Luna Miguel a productos menos literarios, pero muy eficaces, para el lector adolescente o poco especializado, como Marwan.
Paro aquí, que esto se va deslizando hacia el goteo de nombres. Así que pido disculpas a los ausentes y continúo por otro camino. Si fuera un lector mexicano querría que se recomendara algún libro para medirle el pulso por mí mismo a la poesía española del momento. Acabaré con eso y con una ristra final de nombres, porque, para qué engañarnos, es inevitable en estos casos. Empiezo con Juan Andrés García Román y El fósforo astillado (2008), quien, tras unos cuantos tanteos bebiendo de tradiciones románticas, deslumbró con esta obra escrita como un libreto de una ópera lisérgica, donde la imaginación desbordada, el fragmento y el humor se dan la mano en una suerte de nuevo surrealismo mágico. Algo así como lo sagrado riéndose de sí mismo, que continuaría con La adoración (2011). Lástima que de momento estos libros duerman el sueño de los descatalogados tras la quiebra del sello DVD. Otro autor necesario es Enrique Falcón y su poesía política y vanguardista, sobre todo reconocible en su extenso proyecto La marcha de 150.000.000, cerrado en2009, donde se conjuga la imagen creacionista con la rotundidad de innumerables notas, a modo de hipertexto, sobre la realidad social y política de un mundo desgarrado por el capitalismo y el totalitarismo. Un canto a los desposeídos que se puede descargar gratuitamente, junto al resto de su obra, en la página www.nodo50.org/mlrs/. Podría hablar también de Sistemas inestables (2015), de Rubén Martín, pero al ser uno de mis mejores amigos el decoro me dice que mejor no ahondar, pese a que el libro lo merezca mucho. Mejor me detengo en Chantal Maillard, que explota con varios libros de poemas y diarios cruzados en este nuevo siglo, sobre todo a partir de Matar a Platón (2004) y su constante cuestionamiento de la prisión del yo, transitando continuamente sobre el interrogante y las trampas que la mente le ofrece a la mente para estar en el mundo, con todo lo terrible de los acontecimientos que nos sacan y nos atan al tiempo. Una poesía extraña y necesaria. Como Febrero (2008), de Julia Castillo, compuesto por un único poema que tal vez sea el más logrado de este siglo. Bueno. Cuando uno comienza a hacer afirmaciones como esta, tiene que ir pensando en cerrar la boca. Así que de aquí hasta cerrar los diez mil caracteres que me cede la revista, me dedicaré a nombrar poetas que creo que merece la pena que busquen y lean. Hay más, pero no caben. Alberto Santamaría, Berta García Faet, Julio Mas Alcaraz, Julieta Valero, Óscar Curieses, David Leo, Ada Salas, Diego Doncel, Ernesto García López, Ana Gorría, Jorge Gimeno, Alejandro Céspedes, Manuel Vilas, Ada Salas, Marcos Canteli, Mariano Peyrou, Esther Ramón, David Refoyo, Sofía Castañón, Jorge Riechmann, Begoña Callejón, María Eloy García, Rafael Espejo, Lola Nieto, Andrés Navarro, David Eloy Rodríguez, Miriam Reyes, Ángel Cerviño, José Ramón Otero Roko. Y más, claro.