Concedamos, por un momento, que la novela ha muerto. Las profecías al respecto, repetidas hasta la hartazón desde Julio Verne, se han cumplido por puro empecinamiento, y ya sabemos que mañana no habrá novedades en esa sección de las librerías. Sin embargo, el negocio sigue. Llegarán cajas que contendrán nuevos títulos y nuevos formatos, algo que —ya lo suponíamos— propondrá al lector un nuevo contrato, un marco y unos códigos diferentes a los conocidos. Dejemos en suspenso el asunto de la denominación, y simplemente experimentemos con lo que llega a nuestras manos. Podría perfectamente ser algo de Mario Cuenca Sandoval, uno de los autores más en forma en esto que en España se considera “nueva narrativa” y que podría servirnos para dilucidar el asunto de la novela post mortem.
Tras iniciarse en la poesía, en 2007 Mario Cuenca irrumpe en la novela con Boxeo sobre hielo, un título capaz de todo para una narración no menos impredecible. En ella, el narrador relata la historia desigual de sus padres, un boxeador llamado Larretxi, tipo duro pero con una vida intelectual nada despreciable, y Margot, una cantante de jazz en continuo estado de gracia en el Madrid del último franquismo. La novela se va construyendo a base de capítulos de extensión caprichosa, y sin complejos une avances argumentales con otras secciones de tipo divagatorio, aforístico o ensayístico. La narración se alimenta de formas narrativas ya creadas, del cine, de otras novelas y de la filosofía, y tiene como resultado algo que se desvía conscientemente de la imitación como fórmula convencional del arte de narrar. El contrato de lectura propone un dejarse llevar por cada capítulo, reenfocar continuamente el texto sin la impaciencia de esperar ese placer pueril de sentir más pronto que tarde que todos los cabos quedan bien atados. Otros autores coinciden, por esas fechas, en propuestas con un aliento similar: Agustín Fernández Mallo da a luz Nocilla dream en 2006, con una narración fragmentaria que incluye abundante aparato científico, pero de todo punto efectiva; Robert Juan-Cantavella ha escrito Proust Fiction en 2005, donde revela el secreto de que Tarantino había sido plagiado por el francés, ¡a principios del siglo XX!; Eloy Fernández Porta acaba Afterpop, un ensayo sobre el arte de última hora llamado a ser la biblia fundacional del nuevo movimiento artístico; y otros como Manuel Vilas, Jorge Carrión o Germán Sierra coronan proyectos igualmente rompedores bajo el marchamo cada vez más controvertido de novela. Ninguno ha sido best seller, pero han dado lugar a lecturas gozosas entre lectores hastiados de un siglo denso de narrativa realista.
El ladrón de morfina (2010), partiendo de un planteamiento más extraño, resulta narrativamente más efectiva. Tres raros individuos coincidirán en la guerra de Corea: uno es un granjero idiota de Vermont, el segundo un colombiano pelirrojo y espigado, y el último un oficial americano de apellido Caplan, obsesionado con dibujar tanques utilizando el código ASCII. La novela juega al desconcierto con el asunto de la autoría, presentándose como una traducción de la obra original escrita por un autor que bien podría ser cualquiera de los tres mencionados. Por momentos, la narración adquiere tintes de ensoñación, pese a que las bombas siguen cayendo, literalmente, y es preciso utilizar las dosis unipersonales de morfina que cada soldado americano lleva entre su impedimenta. La guerra es lo único indiscutible en la historia, parece decir el relato. A lo largo de la trama otras narraciones se van entrecruzando, aunque no operan como interferencias. El lector sospecha que completan la lectura, y reconstruye a golpe de intuición el cuadro que modifica cada una de estas narraciones. El resultado es inesperado, íntimamente satisfactorio. La fuerza poética que alcanzan muchas situaciones es tal que justificaría toda una obra literaria. En ese intento renovador vuelven a coincidir varios autores por las mismas fechas: Jorge Carrión publica ese mismo año Los muertos, novela que recrea una serie de televisión con tintes políticos; Robert Juan-Cantavella aparece unos meses después con Asesino cósmico, literatura pulp y diversos géneros de por medio con un efecto desopilante; poco antes ha llegado a librerías Intente usar otras palabras, de Germán Sierra, con historia de desamor, ensayos diversos y, sembrando el fondo del diorama, el ya desde entonces omnipresente Google.
Cuando en 2014 aparece la última novela, hasta la fecha, de Mario Cuenca, Los hemisferios, los autores de la “nueva narrativa” española son ya conocidos extensamente en Europa y América. Jorge Carrión ha culminado su trilogía Las horas; Agustín Fernández Mallo publica Limbo; Eloy Fernández Porta ya es un referente necesario del pensamiento actual, y acumula premios por su obra ensayística; Robert Juan-Cantavella publica Y el cielo era una bestia; Manuel Vilas, El luminoso regalo. Todos trabajan ya para editoriales de prestigio. Y no dejan de aparecer propuestas de riesgo: Colectivo Juan de Madre, Óscar Gual y otros, a la par que se van consolidando editoriales independientes interesadas en obras que sólo de manera secundaria posibilitan una rentabilidad comercial: Salto de Página, Alpha Decay, Aristas Martínez, Galaxia Gutenberg, Periférica, etcétera. Las características ya apuntadas en Mario Cuenca se generalizan: rompen con la literatura testimonio —como pronosticaba Lyotard—; sus propuestas parten a su vez de otras propuestas artísticas —y no sólo literarias—; se desligan del territorio propio para asumir una identidad pangeica; rompen con el modelo convencional de fábula a base de digresiones, tramas paralelas, cabos múltiples que pueden quedar sin atar. “La novela es un delirio en sí mismo”, dice Mario Cuenca que dice Lacan. Tratar aquí de concentrar el nivel de delirio que desatan las páginas de Los hemisferios es harto improbable. Para empezar, la narración se espeja y da como resultado la Novela de Gabriel y la Novela de María Levi, dos versiones de la misma historia aunque, de no ser por los “agujeros de gusano” que las recorren, sería imposible reconocer la una en la otra. Fascina. Experimenta estructuras innovadoras mientras recorre los diversos estadios del amor, la insania, la automutilación, el exceso, el conocimiento y el vacío. Mario Cuenca sabe, como pocos, crear situaciones de gran carga lírica. Inunda la trama de símbolos y referencias cruzadas que pueden detonar cargas de efectos impredecibles. Nunca deja de mano el ritmo del relato, por más que ensaye posibilidades narrativas. Es ambicioso, por encima de todo, y le sienta bien esa expansividad. Si algo necesita el arte para progresar es ambición. Lo otro no puede ser más que plagio.